viernes, 24 de febrero de 2017

MI SECRETO ES MI CONDENA

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Capítulo 6

LA ANSIADA LIBERTAD

Óscar salió fuera, a la calle, notó cómo cerraban las puertas de la prisión a sus espaldas y se quedó de pie un rato, sintiendo cómo el viento acariciaba su rostro. Era casi de día; miraba el azul del cielo. Aquel era el primer día de su libertad.
Dejó que el frío le acariciara, era invierno y la mañana estaba muy fresca. Un taxi se encontraba parado más adelante, pero él no quería cogerlo, tampoco auto-buses. Solo deseaba caminar a cualquier lugar, eso daba lo mismo.
Al llegar a la altura del vehículo, escuchó una voz masculina que salía de este.
—¿Desea que le lleve a algún sitio?
Se quedó parado mirando al muchacho que le ha-blaba, y él le respondió:
—No me puede llevar, pues no tengo dónde ir.
—¡Suba conmigo! Yo le mostraré que sí tiene un lugar donde ir.
Óscar abrió la puerta y allí vio a su hijo. Se sentó a su lado y el taxi se puso en camino hacia un destino que Óscar desconocía. No paró hasta llegar a una calle amplia, una zona nueva, residencial, y apartada del centro de la ciudad, donde se detuvo delante de un pequeño bloque de pisos. Íker pagó, el taxi se fue y él abrió la puerta del por-tal. Subieron a un pequeño apartamento en una tercera planta. Una vez dentro, le dijo a su padre:
—Este piso me lo compró mi madre a escondidas del miserable de su marido.
—Le odias mucho, ¿por qué?
—Mucho más de lo que imaginas —respondió eva-sivo—. Este piso lo tenemos por si, llegado el momento, mi madre o yo lo necesitamos. En fin, dúchate. Voy a comprar algunas cosas. Aquí tienes un albornoz y hay toa-llas limpias en el cuarto de baño.
Óscar vio en la bañera champú y sales de baño. La llenó y se metió dentro. “Qué gusto oler a perfume”, pen-só. Al sumergirse en el agua caliente con tanta espuma se sintió en el paraíso. Estaba tan relajado, que no se percató que hubiera pasado tanto tiempo cuando escuchó a Íker.
—Sal del agua, que se te va a arrugar la piel.
—Perdona, es que se está tan bien. Se me había olvi-dado el placer que proporciona un baño como este.
—Tienes el café listo en la cocina, vamos a desa-yunar. Te espero.
Óscar se secó con la toalla el pelo, que le caía sobre sus hombros, y su larga barba. Se puso el albornoz y fue a la cocina.
—He comprado comida suficiente para estos días. Y ropa, calcetines y calzoncillos —le dijo el muchacho.
—Vaya. Muchas gracias, Íker —balbució Óscar agradecido—. No merezco tanta atención por tu parte.
—No hay de qué.
—Bueno, no será mucho tiempo, tengo planes.
—¿Planes?, ¿y qué planes son esos?, ¿qué vas a hacer?
—Sí, solo estaré aquí hasta el día 20. Por la mañana salgo para el extranjero con una ONG.
—¿Una ONG? —preguntó el chico extrañado—. ¿Y eso?
—El director de la cárcel me ha conseguido un hueco en un proyecto de Médicos Sin Fronteras. Me aconsejó ir con ellos y, la verdad, me pareció estupendo. Es lo mejor para poder adaptarme a una nueva vida y em-pezar a adquirir experiencia como médico.
—Óscar, no te das cuenta, te están quitando de en medio para que no pidas una indemnización al Estado por el error cometido por los jueces y la policía.
—¿Tú crees?
—¡Claro! Cuanto más lejos te tengan, mejor para ellos.
—¿Sí? ¿Piensas que es por eso?
—No es que lo piense, es que estoy seguro; puede que el director se haya dado cuenta de ese error.
—Entonces, debes decirle a tu madre que venga a hablar conmigo, que traiga los papeles necesarios para que yo pueda darle un poder…
—Lo haré, sin duda.
Los dos se quedaron callados y pensativos. Pasados unos segundos, le dijo a su padre:
—Vamos, cómete el pan, está tierno, y el café se en-fría.
Cuando los dos hombres acabaron su desayuno, Íker se levantó de pronto.
—Te dejo, me tengo que ir. Mañana vendrá mi ma-dre, que  yo tengo clase. No te vayas muy lejos de esta zo-na, aquí estás seguro —dijo apretándole el hombro con la mano.
El joven se marchó y Óscar se quedó probándose la ropa que le había comprado su hijo. También encontró una mochila bastante cómoda para viajar.
Mirándose al espejo, se sintió el hombre más afor-tunado del mundo; pensado en el muchacho se dijo que su madre lo había educado muy bien. Era respetuoso, a pesar de todo lo que había sufrido; se había convertido en buena persona, no había dudas de eso. Lágrimas de emoción res-balaron por sus mejillas mezclándose con su barba. Se dijo a sí mismo: “Qué pena no haber sabido nada de él, ni ha-ber estado a su lado cuando nació. No haberle cuidado cuando era niño, no haber podido llevarlo al colegio, qué pena por las noches que no he podido estar para haberle contado un cuento, ni haber podido arroparlo antes de dormir”. Óscar era consciente ahora de lo que se había perdido en los últimos veinte años.
Lentamente, guardó la ropa en la mochila. Quitó las etiquetas y dejó un pantalón, una camisa, una chaqueta, un jersey y los calcetines bien doblados en una silla, listos; aunque no iba a salir, su hijo le había comprado todo lo necesario. Vio, además, en la mesilla un par de periódicos, así que tenía lo suficiente para estar a gusto aquellos tres días que tenía que estar en el piso. Se sentó cómodamente en el sofá, puso la tele y, al cabo de un rato, se quedó dormido sin darse cuenta.

Íker, por la noche, habló con su madre un poco turbado, no sabía cómo ella podía ser racional.
—Mi padre ya está fuera de la cárcel, está en el piso y desea verte; se marcha el día 20 con Médicos Sin Fron-teras. Llévate unos documentos, pues quiere firmarte un poder.
—¿Y eso? ¿Cómo ha sido?
—Mamá, esta noche tengo que estudiar. Ve mañana y que él te lo cuente con todo detalle.
—Vale, hijo. No te molesto, estudia —cortó Julia aturdida por la nueva información.


jueves, 16 de febrero de 2017

MI SECRETO ES MI CONDENA


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Capítulo 5

ÍKER HABLA CON UN AMIGO

Íker tenía un amigo en clase de su misma edad. Se llamaba Roberto. Este era hijo de un funcionario de prisio­nes. Un día, hablando con Íker, le comentó:
—Menudo papelón que tiene mi padre en la cárcel.
—¿Y eso por qué? —le preguntó Íker.
—Pues porque hay un preso que parece que, después de veinte años, es inocente. Ha cumplido su condena y ahora lo quieren excarcelar a escondidas y no saben cómo.
—¡No me digas! ¿Y quién se supone que es ese hombre?
—No sé cómo se llama. Pero si lo supiera, tampoco podría desvelarlo.
—¿Sabes?, es que ese hombre del que hablas podría ser mi padre. Por eso te lo pregunto.
—¿Tu padre? No fastidies.
—Sí. Por eso lo digo.
Roberto se quedó de piedra. Sabía que su amigo no bromeaba con el tema al decirlo.
—Necesito que me digas qué día lo pondrán en libertad —le  dijo Íker.
—Vale, de acuerdo. Pero si yo hago esto por ti, me tienes que prometer que no se lo dirás a nadie. No puedo desvelar secretos de mi padre, ¿entiendes? —le argumentó Roberto.
—Te juro que no lo diré, pero tú también me tienes que prometer que nadie sabrá por ti que ese hombre es mi padre. Te mantendrás callado y completamente al margen. Esta historia debemos mantenerla en secreto. Por ti y por mí.
—De acuerdo. Cuando sepa el día y la hora, te lla-mo.

Una mañana en el despacho del director de la pri-sión, José le decía a Óscar:
—Usted ha terminado ya los estudios de Medicina, ¿no es cierto?
—Sí, señor, es cierto.
—Sabe que va a salir libre pronto y que en estos tiempos de crisis que padecemos, es muy difícil que en-cuentre trabajo. Le va a resultar duro vivir fuera y, con un pasado como el suyo, más aún. Pero he estado pen­sando y he llegado a la conclusión que, siendo médico como es, le puedo ayudar.
—¿Ayudar?
—Eso es: ayudar. Mire, el 20 de Febrero sale la expedición de una ONG importante fuera de España; no puedo decirle aún con qué destino, eso es algo que asignan ellos, que son quienes saben dónde los médicos son más necesarios. Si usted me dice que sí, el día 20 a las ocho de la mañana, un coche lo recogerá y así podrá comenzar una nueva vida.
Óscar se quedó callado, valorando, aunque no le disgustó la oferta.
—Pero había pensado descansar aunque fueran tres días, y disfrutar de mi libertad, antes de, como usted pro-pone, salir al extranjero.
—De acuerdo. El 17 de Febrero a las ocho de la ma-ñana estará usted libre. Pero, en su situación, lo mejor es guardar silencio. Cuanta menos gente sepa que está usted en libertad, mejor. ¿Me entiende?
Óscar asintió con la cabeza, no sospechando aún los cambios que se avecinaban.
Cuando volvió a la celda, se planteó si Julia habría hablado con el director y si quizá le habría confesado que la noche que mataron a Laura, ellos estaban juntos. Tam-poco le dio más vueltas al asunto. Lo importante para él era que sería libre. Se había pasado veinte años con ese único deseo. Había tardado mucho pero, al fin, llegaría.
 Qué bien sonaba la palabra libertad. La saboreó muchas veces hasta que llegó el ansiado día del 17 de Febrero a las ocho de la mañana. Era jueves

lunes, 13 de febrero de 2017

EL ASESINO QUE SURGIÓ DE LA NIEBLA



Titulo: El asesino que surgió de la niebla.
Autor: M. G. Pineda.
Genero: Policíaco. 
Editorial:  Amazon Versión  Kindler 


                                                                        Sinopsis
El Comisario Barton es un hombre amargado, huye de un oscuro y tormentoso pasado que no lo deja avanzar. Lleva dos años en una ciudad donde nunca pasa nada grave. 

Durante una noche de frío invierno, con  la niebla espesa que consumía toda la ciudad,  encuentra el cadáver de una joven vestida con extrañas ropas. El Comisario no encuentra ni una sola pista que lo lleve a detener al asesino, eso lo tiene desquiciado. 

Han pasado días de investigación exhaustiva,  sin que aún haya alguna señal para resolver el caso.  Esta completamente cansado,  esa noche pide una chica de compañía. Cuando abre la puerta, ve a la mujer y se queda atónito, delante de él se encuentra el espectro de la chica del callejón.
¿Qué clase de broma le está jugando el destino?

viernes, 10 de febrero de 2017

MI SECRETO ES MI CONDENA

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Capítulo 4

JULIA HABLA CON ÍKER

Julia, ya en casa, se encontró con su hijo.
—¿Estuviste hoy viendo a tu padre en la cárcel? —preguntó.
—Sí, mamá.
—¿Y qué tal?
—En fin, bien. Me habló del honor, del respeto que siente hacia ti, y que lo único que quiso fue protegerte.
La madre lo miró con los ojos muy abiertos.
—Dice que fue condenado por guardar tu secreto —añadió Íker.
—¿Mi secreto? ¿De qué secreto hablas, hijo?
—Mi padre no quiso llamarte para que declararas a su favor por no meterte en el juicio. No deseaba que tus padres tuvieran que pasar por el hecho de que su hija, siendo menor de edad, se hubiese acostado con un pre­sunto violador de adolescentes. Intentó mantenerte al margen para que la prensa no te siguiera y nadie te involu­crara en tan macabro asunto.
Julia no podía contener las lágrimas. Su amor de adolescencia se había sacrificado por ella, guardando un secreto que fue su condena.
—Dice que no mató a la joven y que si te hubieses detenido a mirar la autopsia de la chica, comprenderías que a la hora que la mataron aún estabais juntos, en el hotel de la carretera. Él no es el asesino y ha estado pa­gando una culpa que no era suya, solo por guardar las apariencias. ¿Sabes, mamá?, le odio.
—No debes odiarlo, él no sabía que tú nacerías, hijo. De haberlo sabido, me hubiese llamado, de eso estoy segura, y yo hubiese ido corriendo a declarar a su favor, y hoy estaríamos juntos.
—Mamá, es por eso por lo que me encuentro tan mal, siento mucha rabia. Su silencio te echó en los brazos de tu miserable marido.
—No hables así de él, por favor —reprochó a su hijo—. No puedo decir que sea bueno… pero, es el padre de tu hermana.
—Mi hermana es tan miserable como él. ¿Es que no te das cuenta de cómo te desprecia? Y eso que tú eres su madre, y aun así, nunca ha tenido palabras dulces para ti.
—Hijo, lo que pasa es que es rebelde y adolescente. Todavía no ha cumplido quince años. Pero es también hija mía y la quiero mucho; aunque a veces me haga sufrir, es sangre de mi sangre.
—Me parece que no. Toda la que tiene es de su padre. Noelia es tan amargada como él. Y tiene malas entrañas, mamá. Yo ya no puedo aguantar más tu angustia, lo único que haces es callar, resignándote a todo. Sufro mucho. Sufro por ti.
Julia abrazó a su hijo. Sabía que el joven tenía razón, pero ¿qué podía hacer? No podía tirar la toalla, nunca la tiraría por su hija, su única hija. Comprendía que la joven era áspera y agria, pero pensaba que era por la edad, por su adolescencia.
Sin decir nada, se apartó de su hijo y se fue a su cuarto, dejando al muchacho solo.
A Julia le dolía hasta el alma. Qué injusta había sido con Óscar, que simplemente pensó en protegerla. Se hu­biese vuelto loco solo con la idea de que la prensa sensacionalista fuese a por ella y le hicieran la vida imposible. Hubiese salido en los programas del corazón… Julia le daba vueltas al hecho de que, si al menos los medios lo hubieran fotografiado y ella lo hubiese visto, habría corrido a la policía y demostrado que aquella no­che, a la hora del asesinato, estaban juntos. Pero ningún periódico publicó una simple foto suya, ni salió tampoco en televisión. Nadie vio nunca el rostro del asesino de Laura.
Óscar le habría aportado serenidad, estabilidad a su vida. Si él hubiese sabido que ella le había dado un hijo, no hubiese aguantado cumplir esa condena.

Las gestiones del director de la prisión estaban dan-do su fruto. Óscar debía ser excarcelado de la forma más silenciosa posible. ¿Cómo? Debía prometerle que se iría a otro lugar; tenía la conformidad de los altos mandos peni-tenciarios, solo debía pensar cómo hacerlo. Necesitaba te-ner un plan convincente para que Óscar no se diera cuenta de que solo querían quitarlo de en medio.
Mirando por Internet encontró en Google la página de Médicos Sin Fronteras; ahí estaba su lugar, esa podía ser la solución. Lo convencería para que se fuera de vo-luntario con esa organización. Haría las gestiones nece-sarias, hablaría con quien tuviera que hablar y, cuando lo tuviese todo organizado, con sutileza le haría ver que den-tro de él había un gran médico. Y allí donde fuera ofre-cería sus servicios a la gente necesitada, se implicaría per-sonalmente en la causa.



jueves, 2 de febrero de 2017

MI SECRETO ES MI CONDENA


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Capítulo 3

ÍKER VISITA LA CÁRCEL

Semanas después, Íker fue a la cárcel sin decírselo a su madre. Tenía los datos que ella le había dado y quería ver a aquel hombre que, supuestamente, debía ser su pa­dre. Un guardia lo llevó a la misma sala donde su madre habló con él.
En la mesa el carcelero puso un vaso de agua mien­tras Íker, esperando, observaba por la ventana, hasta que sintió que a su espalda la puerta se abría con lentitud y sentaban al preso.
Óscar se preguntaba quién sería aquel hombre que estaba de pie y por qué quería verle, si él no lo conocía. Le pareció que tenía miedo de volverse y mirarle. Cuando al fin el chico se giró, no tuvo que preguntar. Era el vivo retrato de Julia cuando era joven.
Se acercó a la silla donde Óscar estaba sentado con sus dos manos esposadas y le preguntó:
—¿No sabes quién soy?
—No —respondió él.
—Mi madre dice que soy tu hijo, el hijo del asesino de una adolescente indefensa.
—No soy un asesino, tu madre no quiere entenderlo. —La sorpresa y aflicción se reflejaron en el rostro de Óscar sin que pudiese evitarlo—. Si pensara en la noche del crimen y mirase el informe de la autopsia de la niña, se daría cuenta que digo la verdad, que soy inocente; que a la hora que mataron a la pequeña, ella y yo estábamos aún juntos en el hotel de carretera, al lado de la gasolinera. Yo dejé a tu madre a las siete de la mañana en la puerta de su casa y a la chica la mataron entre las diez y las dos de la madrugada del 24 Marzo.
—Si es como dices —dijo Íker—, y estás tan seguro, ¿por qué no mandaste llamar a mi madre para que atesti­guara a tu favor en el juicio?
—No lo hice porque no quería implicarla en un caso tan desagradable. No quería que sufriera. Al testificar se vería obligada a reconocer que aquella noche habíamos dormido juntos y eso hubiese sido muy doloroso, para ella y para su familia.
Con rabia, el chico gritó:
—¡Maldito! ¡Y mil veces maldito! ¿Cómo puedes hablar así? Por tú culpa; echaste a mi madre en brazos de ese miserable contable. Y a mí no me habría dado sus odiosos apellidos ese mal nacido que tanto daño nos está haciendo a ella y a mí. ¡Cómo te detesto! ¿En qué pen­saste, estúpido desgraciado?
—Lo siento, no sabía nada de ti —dijo Óscar conmocionado—, no sabía que tú nacerías. Yo solo quería mantener a tu madre alejada de esta suciedad de la que me acusaron. Cuando la dejé aquella mañana en la puerta de su casa, yo me tenía que ir, un asunto me requería en otra ciudad, y al pasar por el barranco del lobo negro se pinchó la rueda de mi coche y la cambié en el arcén; me fumé un par de cigarrillos y tiré las colillas al borde del precipicio. Esas son las pruebas que me inculpan y otra prueba en contra de mí, un hombre que me brindó su ayuda. ¡Cómo iba yo a saber que en aquel lugar había una joven muerta! El testigo dijo cómo era el color de mi coche y el modelo. Todo me inculpaba y me encarcelaron. El resto… ya lo sabes.
—¡No imaginas cómo te desprecio!
—No puedo decirte nada, muchacho. Estás en tu derecho de odiarme y detestarme. Lo único que siento es mucho dolor y no espero ser respetado por ti, solo me­rezco eso, tu desprecio. No sabes la pena que me da no haber sabido de ti antes. Todo esto no hubiese pasado, lo siento.
—Pero cómo lo ibas a saber, si mi madre nunca tuvo noticias tuyas.
Íker vio cómo los ojos de Óscar se llenaban de lágrimas y cómo su rostro reflejaba una expresión de tris­teza, que cada vez se hacía más patente. Eso lo enfureció aún más. Era un joven muy impulsivo y fue incapaz de contener su grito de rabia:
—¡¡Aaaahhhh!!
Cogió el vaso de agua que había en la mesa, lo es­tampó contra la pared y el líquido quedó derramado por toda ella. El guardia entró a toda prisa.
—¿Qué está pasando aquí dentro? —gritó.
Óscar se levantó.
—No pasa nada. He tirado el vaso de agua.
—¡Basta ya de echarte las culpas de lo que tú no has hecho! —exclamó Íker.
—Joven, usted se marcha ahora mismo —dijo el guardia preocupado por la escena que estaba viviendo.
Íker salió de la sala a toda prisa, sintiendo malestar en su corazón.
Óscar se sentó de nuevo en la silla. Era un hombre fuerte y la cárcel lo había endurecido más aún, los demás presos aprendieron a respetarlo. Pero ahora, se sentía indefenso, sin fuerzas. Aquella noticia de que tenía un hijo y el odio que el joven le había demostrado, le hizo sentirse verdaderamente mal.
 El guardia, que se dio cuenta cómo había cambiado su rostro, pues lo tenía blanco, pensó que estaba a punto de desmayarse.
—¿Lo llevo a la enfermería? —preguntó—. Está muy pálido. ¿Se siente bien?
—No se preocupe por mí, estoy bien. ¿Puedo ir a la sala de la televisión? Quiero estar a solas un rato.
—Bien, le quito las esposas.
Ya libre de ellas, se sentó en una mesa de lectura con la mirada perdida; quizás estaba viajando a un pasado lejano. Un preso se le acercó y le comentó, sacándolo de sus pensamientos:
—Dicen todos aquí que eres inocente, y en la cárcel hay muchos, pero yo sí que soy culpable. Yo maté al amante de mi mujer. Le clavé veinte veces el cuchillo hasta que cayó al suelo desplomado. Dejé a la zorra de mi mujer sin su amante. Y, ¿sabes qué?, me gustó hacerlo, verlo morir; me produjo un inmenso placer. Seguro que a ti también te gustó matar a aquella adolescente. Ese tierno bomboncito, con sus pechos pequeñitos y dulces como la miel. ¿Te gustó echarle las manos al cuello a tan indefensa mujercita?
—¡Maldito, calla ya! A quien le voy a echar las manos al cuello es a ti. ¡Repugnante escoria! ¡Mal nacido! ¡Asesino!
Óscar se abalanzó sobre el preso y con la rabia que le había producido su comentario, le dio varios puñetazos en la cara. Los guardias, cuando se dieron cuenta del en-frentamiento, corrieron hacia ellos.
—¡Basta ya de peleas! —dijo uno separando a los dos hombres.
Óscar fue llevado a su celda y el otro preso al des-pacho del director. Este, de pie tras su mesa, dijo al preso, enfadado:
—¿En qué estabas pensando, Lucio? En vez de des-cubrir la verdad, como te dije que hicieras, le pones ner-vioso y termináis a puñetazo limpio.
—Perdone, metí la pata. Lo siento, señor.
—¿Cómo se supone que ibas a descubrir lo que yo quería si no te acercas con delicadeza? Y encima vas y le llamas “asesino de adolescentes”. De esa manera no se puede llegar a su alma, ni hallar nada de su pasado.
—Lo siento. Lo siento, señor director.
—¡Guardias! Llevaos a esta escoria de mi vista. No quiero verlo más delante de mí.
Cuando sacaron al preso, el director llamó al celador que trabajaba con Óscar.
—Quiero que me digas todo lo acontecido con el preso 502.
—Ha recibido dos visitas —respondió este—: una hace unas semanas y hoy mismo, otra. La primera fue una mujer y hoy un joven. Es todo.
—¿Cómo reaccionó el preso con esas dos visitas? —preguntó el director.
—Con la mujer fue muy raro. Ella le gritó una y otra vez y salió corriendo. Fue cuando él pidió verle, señor. Con el joven ha sido muy desagradable. El muchacho era violento, lo cogió por la solapa de la camisa y tiró un vaso contra la pared. Después, gritó enfurecido, aunque no sé por qué. El preso quedó pálido, sin fuerzas, lo llevé a la sala de la televisión y pasó lo de la pelea con Lucio. Me quedé sorprendido con ambas visitas. Eso fue todo, señor.
—Bien, muchacho. Puedes retirarte.
El director, seguro de que había una conexión entre Julia y Óscar, marcó el número de ella, que respondió al otro lado del teléfono.
—Dígame.
—Hola Julia, soy José Gutiérrez —le dijo—. Nece­sito hablar con usted lo antes posible.
—¿Tan urgente es?
—Sí.
—Entonces, no se preocupe, dentro de media hora estaré en su despacho sin falta.
Al director, la media hora le pareció un siglo. Mi­raba aquel reloj de pie que había en el despacho. “¿De dónde habrá salido?”, se preguntó. El artilugio impresio­naba: era muy antiguo, de madera tallada, con el péndulo de bronce que iba y venía. Jamás se había parado a mirarlo con detenimiento. “Pocos relojes quedarán como este en España, y menos en una cárcel. Cuánto trabajo con aquella madera torneada dándole vueltas al reloj.”
Llamaron a la puerta.
—Señor director —comentó un hombrecillo al aso­marse—, la señora Martín está aquí.
—Hágala pasar, por favor.
Julia entró y él le indicó que tomara asiento, dándole la mano con un saludo cordial.
—Buenos días, señor director.
—No me llame así. Llámeme por mi nombre, por favor. Quiero saber cómo le fue la entrevista con el preso 502.
—Sí, quería mandarle por escrito mi renuncia a ocu­parme de la revisión de la condena del preso Óscar Ruipérez —respondió ella.
El hombre la miró fijamente y preguntó muy intere­sado:
—¿Y eso por qué?
—No deseo tener nada que ver con ese hombre. Me repugna.
—Bien, Julia. Pues ahora quiero que me cuente qué tienen en común usted y él, y no quiero que me mienta. No se preocupe por lo que diga, sus palabras quedarán guarda­das aquí, en este despacho; nadie va a enterarse de lo que usted me cuente. Ah, también pongo en su conocimiento la decisión del preso 502: ha renunciado a usted y no quiere que vuelva a visitarlo más.
—¿Ha renunciado?
—Sí, y además ahora dice que es culpable y que no quiere que le revisen la condena. Después de veinte años ha cambiado de versión y, como ve, eso para mí no tiene mucho sentido. Sobre todo cuando el cambio viene a raíz de su visita. Eso me hace pensar que ya se conocían de antes. ¿Es eso cierto o son solo suposiciones mías? Y le digo más: el preso ha tenido hoy otra visita. La de un joven.
—Esa visita, creo que sé de quién se trata —dijo ella aturdida.
—¿De quién, Julia?
—De mi hijo.
—Vale. Entonces, ¿me puede usted contar cómo y de qué conocía al preso?
—Mire usted, señor, es un secreto mantenido durante veinte años. Yo salía con él, estábamos muy enamorados. La noche que mataron a aquella chica estuvi­mos en un hostal en la carretera los dos juntos. Era muy joven, y lo quería con locura. Al amanecer del 24, hacia las siete de la mañana me dejó cerca de mi casa. Se mar­chó diciéndome que volvería a por mí y, sin embargo, me quedé esperándolo, pues él nunca regresó. Cinco horas después encontraron el cadáver de esa pobre chica en el fondo del Barranco del Lobo Negro. El resto ya lo sabe. Ahí tiene al asesino de la adolescente.
El director escuchó la historia con detenimiento.
—Muchas gracias, Julia —dijo—. No tiene que preocuparse por su secreto, de esta sala nunca saldrá nada de lo que usted me ha contado, se lo aseguro.
El hombre esperó a que ella saliera del despacho, se sentó de nuevo y consultó en su ordenador el caso. Fue mirando una y otra vez, y no vio nada nuevo, solo las pruebas que incriminaban a Óscar. Examinó el expediente minuciosamente hasta llegar a la autopsia, donde leyó que Laura murió entre las diez y las dos de la madrugada del 24 de Marzo. Lo raro es que, si Julia le había dicho que Óscar estuvo con ella aquella noche, él no podía ser el asesino de Laura. No, no podía serlo. Óscar tenía razón… pero ¿por qué no llamó a Julia para que testificara a su favor?
José Gutiérrez sintió entonces cómo le sudaba la frente. Si el preso demandaba, probablemente el estado ten­dría que pagar una gran indemnización. Una buena cantidad por aquel error cometido.
Miró con detenimiento todas las pruebas. Todas acusaban a Óscar: el ADN en el cigarrillo encontrado en el borde del barranco, las huellas de las ruedas marcadas en la tierra donde arrojaron a la chica y, además, un testigo lo reconoció y dijo cómo era el color del coche de Óscar. La declaración escrita de él atestiguaba que estuvo cambiando una rueda allí mismo y que, en aquel lugar, había fumado dos cigarrillos. ¡Maldita broma le había jugado a Óscar Ruipérez el destino!