Un coche negro circulaba con indecisión por las calles
desiertas de Madrid.
Eran las once de
la noche y casi no había tráfico. ¿Qué está pasando?, se preguntó el joven
escritor, que se había perdido. Venía a un congreso de literatura y quería
pasar unos días en la capital. No encontraba el hotel, y ahora se arrepentía de
no haber comprado el coche con el GPS. Encendió la radio y se enteró de que se
jugaba el clásico del fútbol español.
Vio a una mujer caminando muy despacio, con dificultad, apoyándose en las paredes. Se detuvo a su lado. Era una mendiga. Se bajó del coche y le preguntó por el hotel. Ella le contestó con una voz que apenas le salía de la boca: «Está dos calles más abajo, en un cruce con muchos semáforos, debe girar a la izquierda y en esa calle verá el hotel». De inmediato, la mujer se cayó. Él la cogió en sus brazos, pero ella le dijo que estaba bien, que se fuera, que la dejara allí pues era el sitio en el que merecía estar. «Nada de eso, la llevaré a que la vea un médico». Abrió la puerta del coche y la acomodó con cuidado en el asiento delantero. Durante el viaje por las calles desiertas mientras él conducía solo atento a los semáforos, ella le insistió en que la dejara, casi quejándose de lo que parecía ser un secuestro humanitario. Sin embargo, el joven escritor estaba decidido a hacer algo por ella, aún no sabía bien qué, algo se le iba a ocurrir, pero no podía abandonarla en ese estado.
Entró en el hotel con ella en brazos. Cuando el recepcionista los vio acercarse, los detuvo diciendo: «En este hotel no aceptamos a mendigos, señor». El joven lo miró, tomó aire y tras una pausa le dijo, con una autoridad que lo sorprendió a él mismo:
―Primero, buenas
noches. Soy Alejandro Rodríguez, tengo hecha una reserva y quiero un médico y a
alguien que cuide y asee a esta señora.
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