REGALO
Aquel día amaneció claro, lucía un sol radiante, me asomé
por la ventana de mi habitación, desde allí miré a la calle, vi la cantidad de
personas que aquella mañana caminaban por la acera. Yo vivía en una zona amplia
de jardines. En frente de mi casa se encontraba el hospital universitario. En
el centro de la calle había un parque alargado con plantas y flores y bancos
donde la gente se sentaba a pasar el tiempo.
Eran las diez de la mañana, tenía que sacar a mi perro a
pasear. Fui al baño para arreglarme, me miré al espejo y vi mis profundas
ojeras, ―otra noche más de dolor y sin poder dormir ―pensé en voz alta. Las
crisis eran cada vez más frecuentes, no quería tomar medicamentos porque no
quería hacerme adicta a ellos, aunque cada día me encontraba peor de salud.
Habían pasado dos años desde el día del accidente, aquel
fatídico día que me encontraba parada con mi coche en un semáforo en rojo
cuando el coche que me seguía no frenó a tiempo, me dio por detrás y desplazó
mi coche varios metros. Acabé en mitad del cruce y no pude evitar que un coche
me diera por el lateral, por lo que me dijeron los testigos, mi coche bailó
como un trompo. Salvé la vida, pero las secuelas son irreversibles; desde aquel
día los mareos son constantes, a parte, mis cervicales quedaron muy dañadas y
los dolores son terribles, solo cuento con los masajes para relajarme y
descansar y con la rehabilitación para aliviar mis dolores.
Cada vez que me miro al espejo me repito una y otra vez
―estoy bien, estoy bien, y cada día mejor ―pero aquel día no podía, me
encontraba tan mal. Sin darme cuenta desvié la miraba hacia el pelo y me di
cuenta que tenía una cana, que gracia una cana, ―voy para mayor ―me dije. En el
fondo no soy una persona que me preocupo por la apariencia, no me maquillo
mucho y suelo llevar el pelo recogido con un pasador. Mi pelo es de color
castaño claro y mis ojos son marrones.
Mirándome en el espejo me vinieron a la mente los recuerdos
de mis dos hijos que están lejos de mí, el pequeño está en Inglaterra estudiando,
perfeccionando el inglés, se llama Carlos. David es mi otro hijo, está en
Alemania trabajando, él es ingeniero. Suelo hablar mucho con ellos por teléfono
y por mensaje. Desde que a mi marido lo destinaron a esta ciudad yo me siento
más libre, no conozco a nadie, me siento feliz y me pongo la ropa que quiero.
Terminé de arreglarme y fui a vestirme, elegí mi camisa
favorita, que era de un bonito color azul y un pantalón blanco.
En ese momento oí los ladridos de mi pequeño perro, se llama
Regalo, le puse ese nombre porque me lo regalaron después de mi accidente, el
mejor regalo que me pudieron hacer.
―Está bien, Regalo ―le dije―, ya vamos al parque, espérate.
A mi marido no le gustaban los perros pero lo aceptó por mí,
mi marido es un aburrido y amargado médico, cada día que pasa está más
amargado. Yo por mi parte me siento más sola y para mí es una bendición tener
mi pequeño perro. Le puse el collar y la cadena y me fui con él al parque.
Cuando llegué lo dejé suelto para que corriera. Antes de que
me diera cuenta mi perro se perdió de vista, yo lo llamaba pero él no me hacía
caso. Lo encontré junto a una mujer muy sola que estaba sentada en un banco.
Por su actitud, parecía encontrarse a gusto con esa mujer, ella lo acariciaba y
jugueteaba con sus orejas. Yo lo llamé.
―Regalo, ven aquí, no molestes más a la señora.
Nada, no me hacía caso, aligerando el paso llegué al banco
donde estaba la señora.
―Señora, ¿mi perro le está molestando? ―le dije algo
acalorada.
―No ―dijo ella mirándome con sus ojos llenos de lágrimas.
Qué le pasaría aquella mujer me preguntaba, decidí
preguntarle.
―¿Qué le pasa? ¿Puedo ayudarla?
La mujer se quedó un rato callada, yo esperé a que se tomara
su tiempo, pues veía que quería desahogarse. Al rato dejó de llorar y empezó a
contarme una historia tan triste que yo lo único que hice fue escucharla a su
lado.
―Tengo a mi hijo muy enfermo, no sé cuánto durará o cuánta
vida le queda, llevo tanto tiempo sufriendo, ya no me queda fuerza para seguir
luchando.
Seguía mirándome, volvió a derramar sus lágrimas aunque ya
no le quedaban, sentí en mi pecho una opresión de dolor, sentí la necesidad de
abrazarla, darle mi calor y seguí escuchando la llamada llena de dolor de una
madre desesperada, pues tenía a su hijo enfermo, no sabía dónde llamar, a qué
puerta tocar o a qué Dios encomendarse, aferrada a su único hijo enfermo y con
aquel dolor que la consumía en una profunda desesperación. Quería echarle la
culpa a alguien pero no sabía a quién.
―Me vengo a este parque a desahogarme cuando la enfermera limpia
la habitación y hacen la cama ―siguió contándome.
Durante un buen rato seguimos hablando de su hijo. Tiene una
enfermedad terrible, con periodos críticos y cada vez peores. Comenzó con los
riñones y poco a poco se extendió a otras partes de cuerpo, aquella enfermedad
devoraba las defensas. Ella se quedó callada, me miro con sus ojos enrojecidos
de tanto llorar y al final me preguntó.
―¿Cómo se llama usted?
―Me llamo Elena ¿y usted? ―le contesté suavemente.
―Yo me llamo María ―me dijo.
María siguió relatando más síntomas de aquella enfermedad
que padecía su hijo. Él se sentía muy cansado, con gran malestar general, fue
perdiendo el apetito y se quedó muy delgado, los dolores articulares fueron
agravándose poco a poco. También tiene cefaleas, migrañas, crisis compulsivas,
depresión y ansiedad.
―Esa enfermedad no tiene cura ―le dije.
―Elena, tienes razón, no tiene cura ―me dijo ella cabizbaja.
―¿Qué medicación tiene? ―le pregunté.
―La medicación es una dosis baja en corticosteroides
―contestó María.
Yo la mire con dolor, veía cómo la cara le cambiaba por el
dolor que le producían sus mismas palabras.
Mi corazón latía con fuerza y me dolía porque me contaba
todo aquello ―¿qué podía hacer yo? ―me pregunté, aunque cómo sabía que ella
necesitaba expresarme toda aquella
tristeza que su corazón tenía, me mantuve a su lado, mi amor de madre me
impedía salir corriendo de aquel lugar en aquella situación tan delicada, ella
continuaba contándome.
―Las inflamaciones del pulmón le producen mucha fiebre y
tos.
―Pero María, usted me está contando muchas enfermedades en
una sola persona ¿cómo puede ser esta enfermedad tan dura? ―le pregunté.
―Sí es muy dura, encima no se ni el tiempo que le quedará de
vida. Maldito Lupus, se lo está llevando ―me contestó.
Sin decirme nada más la mujer se levantó y se despidió de mí
con un seco adiós. La vi alejarse en dirección al hospital, vi como las puertas
de cristales se abrían a su paso y se cerraban tras ella. Ya no pude verla más,
me quedé de pie sin moverme mirando aquel edificio gris con aquellos balcones
feos. Aunque mi marido trabajaba allí, nunca me había fijado en él, lo miraba
como si fuera la primera vez que lo hacía. Nunca me di cuenta de lo que
encerraban aquellas paredes, cuánto dolor, cuántas historias, cuánta desesperación.
Mi perrito vino corriendo echándome las patitas, me
sobresaltó.
―Hola Regalo, vamos para casa, a saber qué hora es ―le dije.
Me di cuenta de que era ya muy tarde, mi marido no tardaría
en venir a comer. Tenía que prepararle la comida y me gustaría contarle la historia de aquella
pobre mujer, pero, cómo hacerlo si todo cambió entre nosotros desde el día del
accidente. Él se convirtió en un ser agrio, ya no era cariñoso como antes, ni
el amor hacíamos ya, parecía que se sentía a disgusto conmigo, Vinieron a mi
mente unos negros pensamiento, una guapa enfermera lo podría estar enamorando o
una rubia despampanante doctora lo podría estar seduciendo. Rápidamente alejé
esos pensamientos pues me hacían daño y me llenaban de tristeza.
Llegué a casa y me cambié de ropa, hice la comida, unas
verduras salteadas y un pescado a la plancha, en ese momento sentí la llave
abriendo la puerta, y salí a recibirle.
―Hola, ¿qué tal el día? ―le pregunté.
―Bien como siempre, muchos pacientes ―me contestó eso nada
más.
Me dio un beso en la mejilla, como siempre, frío y sin decir
nada se sentó en la mesa y almorzamos, después, preparé un café y nos sentamos
en el sofá, estaba ansiosa por contarle pero no me atrevía así que me arme de
valor.
―Hoy he conocido a una mujer ―empecé a contarle la historia.
―Sí, ¿dónde? ―me respondió él.
—En el parque cuando llevé a Regalo a pasear, me la encontré
en un banco muy triste, sabes, ella tiene un hijo en el hospital con una
enfermedad de esas llamadas raras.
―¡Qué tiene una enfermedad rara! ¿Cuál es? ―me preguntó
interesado.
―Es una enfermedad que poco a poco va alterando todo el
organismo, va despacio; además, me ha dicho que no tiene cura y que su hijo se
morirá, me dio tanta pena. Encima , Encima como no conozco bien esa enfermedad
no puedo hacer nada por ayudarla, tengo muchas ganas de que llegue mañana para
volver a hablar con ella, voy a buscar más información por Internet a ver si
puedo saber más de esa enfermedad.
―Hace mucho tiempo que no te veo tan interesada por nadie,
desde el accidente dejaste de pensar en todo, no me preguntas cómo me
encuentro, cómo van mis pacientes, no te preocupas por mí ni por nada referente
a mi trabajo; antes me ayudabas, siempre tenías una palabra para aliviar mi
tensión, y ahora te has olvidado completamente de mí, me hace falta tu consejo
y hace mucho tiempo que nunca estás presente ―me dijo.
―Cómo que no, si estoy aquí a tu lado ―le dije sorprendida
por sus palabras. No se me ocurrió otra cosa.
―Sí ―contestó él y añadió―, físicamente estás aquí, mentalmente
estás muy lejos, hace mucho que dejaste de aconsejarme, y echo de menos tu
apoyo. Cuando un paciente se muere, tú tenías siempre la palabra justa para
aliviar mi dolor. Maldito accidente que te apartó de mi lado y maldigo mil
veces los dolores que soportas cada noche, me da miedo tocarte, me da miedo
hacerte daño.
Yo no esperaba aquella reacción de mi marido y le hable con
delicadeza.
―¿Por qué piensas que puedes hacerme daño? ―le dije.― Yo
también te necesito a mi lado, necesito de tus caricias, que me hables como
antes me hablabas.
Mi marido me besó con suavidad, yo me estremecí, él tenía
necesidad de mí y yo de él. Quizá tenía razón y yo solo pensaba en mí misma
desde el accidente. Podía haberle hablado más de mis sentimientos, de lo sola
que estaba. Me sentí avergonzada de haber pensado lo que pensé de él, que se
iría con una enfermera o una doctora.
Aquella tarde hicimos el amor después de tantos meses, nos
sentíamos tan a gusto, nos sonreíamos y nos besábamos una y otra vez.
―No quiero que te alejes más de mí, quiero estar contigo y
cuando tengas una crisis no me eches de tu lado, yo no quería estar sobre ti
para no agobiarte con mis cuidados ―me dijo mi marido.
―No te echaré, quiero que estés a mi lado, no quiero estar
más tiempo como he estado hasta ahora, tan sola.
Me quedé junto a él sintiendo sus caricias, sintiéndome
bien. A la mañana siguiente, cuando me levanté, estaba deseando que llegara la
hora de sacar a Regalo y volver a hablar con María, fui al parque pero
ella no vino ese día. Desolada día,
desolada me fui para casa y esperé que llegara mi marido, cuando sentí que
abría la puerta salí a recibirlo, esperé que entrara y le di un beso.
―Hoy no has visto a esa mujer, ¿verdad? ―me preguntó mi
marido.
―No ―le respondí―, ella no ha venido hoy, la esperé durante
un buen rato pero no apareció.
―Tengo una noticia para ti, al hijo de esa mujer le han dado
el alta y se ha marchado para su casa.
―¿Por qué? ¿Está mejor el joven? ―le pregunté.
―No es por eso. Elena, le han dado el alta para que pase con
su familia sus últimos días, solo un milagro puede salvar a ese joven. Esa es
una enfermedad dura con muchas complicaciones, aunque la medicina está avanzada
con ciertas enfermedades estamos como al principio, no sabemos nada.
Sentí cómo mi corazón se rompía, jamás pensé que me doliera
tanto una persona que no conocía. Pensé toda la tarde triste.
Aquella tarde mi maridó me dijo que me arreglara bien pues
iríamos a cenar fuera, me comentó que conocía un restaurante muy coqueto. Yo me
ilusioné mucho, hacía tanto tiempo que no cenaba fuera de casa. Aprovechando
que él se quedó dormido, fui y miré el armario, me di cuenta que apenas tenía
nada apropiado para la ocasión pues el único vestido que tenía me quedaba algo
estrecho. Decidida, cogí el bolso y salí a la calle, tenía que comprarme un
vestido nuevo, pedí un taxi y me dirigí al centro comercial. Ya en él, me
dispuse a ver escaparates, hasta que hallé
un vestido negro en uno de ellos, entré en la tienda y me lo compré;
tenía unos tirantes finos y un escote muy pronunciado, me sentaba muy bien.
Después entré en una peluquería, me atendió una chica joven que me peinó muy
bien, me recogió el pelo en una especie de moño con muchos mechones de pico
saliendo del recogido, quedé muy contenta con el peinado, era muy moderno.
Cuando terminé de comprar todo lo que me hacía falta, pedí de nuevo otro taxi y
volví a mi casa.
Cuando llegué, mi marido estaba en el baño, terminando de
ducharse.
―¿Dónde has estado? He salido al parque a buscarte y no
estabas, y te he llamado pero no me lo has cogido, estaba preocupado ―me dijo
al verme.
―Fui a comprarme un vestido, hace tanto tiempo que no
salimos que no tenía nada nuevo en mi armario.
―Me gustas como vistes ahora, tan desenfadada y cómoda,
siempre has sido muy elegante, con cualquier cosa que te pongas estás preciosa.
―Gracias, eres muy amable ―le dije entre risas.
La hora de la cena llegó y me puse mi vestido nuevo, una
gargantilla y los pendientes a juego.
―Vaya elegancia, te voy a tener que invitar más a menudo
para que te arregles de esa forma, me siento orgulloso de llevarte a cenar a mi
lado ―me dijo cuando me vio arreglada.
No me pude resistir me lancé a sus labios apasionadamente
para agradecerle el cumplido, después de aquel momento de pasión decidimos
irnos.
Cuando llegamos al restaurante no había mesa libre.
―Lo siento mucho, no tenemos más mesas libres y no puedo
ponerlos con otras personas ―dijo el camarero.
―Vaya, no pensé que había que reservar entre semana ―le
contestó mi marido.
―No es necesario reservar entre semana, pero hoy no sé qué
es lo que ha pasado, que ha venido mucha
más gente que de costumbre, nunca se me llenan todas las mesas. Lo siento señor
―volvió a decir el camarero.
―No se preocupe, volveremos otro día. Adiós ―se despidió mi
marido.
―Lo siento Elena, una vez que te quería llevar a un lujoso
restaurante a cenar y que pasaras un buena velada, y no ha podido ser. Me
siento frustrado, no sé por qué ha tenido que pasar esto precisamente hoy, con
lo guapa que estás y lo bien que te sienta ese vestido negro ―me dijo ya en la
calle y alejándonos del restaurante.
―Carlos, no me importa el lugar, solo que estamos los dos
juntos ―le dije para que se olvidara de su frustración. Bajamos la calle, y
caminando vimos una bocatería muy acogedora.
―Mira, un bar donde ponen pizzas y bocadillos, ¿qué te
parece si pedimos uno, si no te importa, mi querido doctor? ―le pregunté con
cariño.
―No, para nada, a mí no me importa, si te apetece eso.
Venga, entremos y cenemos un bocadillo, me vas a hacer recordar mi tiempo de
estudiante.
Entramos en el local, había muy poca gente, solo comiendo
algunas jóvenes parejas. A mí me gustó verlas, pues me hizo recordar mi época
de estudiante y, cuando si algún joven que se interesaba por mí, acudíamos a
esos tipos de bares.
Pedimos unos bocadillos, mi marido de embutido y yo de atún
y lechuga, de beber elegimos cerveza y brindamos con ella como si fuera
champaña, nos bebimos la botella como cuando éramos jóvenes. Creo que no
encajábamos en aquel sitio tan sencillo, íbamos tan bien vestidos, como si
viniéramos de una fiesta, aunque para mí aquella experiencia fue deliciosa, mi
marido reía por la situación en la que estábamos pero me sentí por un momento
la mujer más importante del mundo, no sentía ni el dolor de mi enfermedad, no quería
que nada nublara aquella velada, quería que la noche no terminara nunca, aunque
eso no era posible, el reloj seguía con sus tic tac sin detenerse.
En esos momento llegó un hombre de tez morena vendiendo
rosas, se acercó a nuestra mesa quizá porque nos vio diferentes a los jóvenes
que estaban sentados en otras mesas, lo miré y vi sus profundos y grandes ojos
que me miraban con miedo. Mi marido le compró todo el ramo, él se quedó parado
sin saber qué decir.
―Vete a casa y no des más vueltas esta noche ―le dijo
Este hombre le dio las gracias como pudo, hablaba muy mal el
español, entonces volví a mirarlo y sus ojos cambiaron de expresión, ahora
mostraban gratitud, cuando se fue le di las gracias a mi marido.
―Para mí tu eres la más hermosa de todas las flores ―me dijo
cogiéndome la mano.
―¡Oye! que me vas a avergonzar, querido, y esta noche no
quiero llorar, no quiero que esta magia tan especial desaparezca ―le contesté.
Llevaba mucho tiempo esperando una velada como esa, aunque
no era así cómo me la imaginé pero fue la más especial, no quería que acabara.
―Si pudiera parar el tiempo lo haría para ti.
Entre risas pasaron las horas, cuando nos dimos cuenta era
muy tarde aunque aún quedaban tres parejas. Nos levantamos de aquellas sillas
amarillas, yo cogí mi gran ramo de rosas rojas, sin pensármelo dos veces me
acerqué y le di dos rosas a las chicas que estaban en las otras mesas, las
cuales me dieron las gracias muy emocionadas por tan inesperado regalo, después
salimos de aquel bar, contentos por nuestro primer encuentro después de tanto
tiempo de aislamiento y soledad.
En la calle mi marido me cogió de la mano y paseamos largos
ratos por las calles, la noche era muy hermosa y nos encontrábamos como si
fuéramos una pareja de enamorados que llegaba de su primera cita, como si fuera
la primera vez que veíamos las estrellas, aquel cielo estrellado con miles de
estrellas que aquella noche brillaban más que nunca, con una luz especial, una
luz que me hacía tener un rayo de esperanza. Aquella noche la recordé para
siempre y me gustaba contarla una y otra vez a mis compañeras, a las personas
que se acercaban a mi asociación buscando ayuda.
María González Pineda
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