EL ÁRBOL DE LAS
MARIPOSAS
En las afueras de una aldea había en un prado una casona
vieja y abandonada desde hacía muchos años. Tan grande eran las ruinas que
parecía un fantasma de sí misma, tenía el tejado roto y por él, la nieve la
invadía en invierno y la brisa caliente en el verano. Entre las malezas y
arbustos silvestres del jardín se erguía un árbol que nunca daba frutos ni
tenía hojas. De sus secas ramas lloraba la nieve y se mezclaba con sus lágrimas
por verse tan desnudo.
Todos los días de primavera desde hacía tantos años el campo
se vestía de colorida belleza, se alfombraba con orgullosas flores de tiernos
aromas y desde el amanecer hasta el ocaso, una nube de mariposas anaranjadas
visitaba al árbol desnudo bailando a su alrededor, de arriba abajo, como si
quisieran protegerlo o señalar su existencia en el prado. Por las noches, una
vez retiradas las mariposas, se le acercaba una figura misteriosa, como
envuelta en un pálido reflejo de Luna. Ninguno de los aldeanos sabía quién era
ni a qué recuerdos evocaba. Pero quien mirara con los ojos del alma reconocía a
una mujer vestida de blanco que besaba al árbol y le cantaba una melodía tan
triste que lo hacía llorar. Esto ocurría todos los años, desde el primer día
hasta el último de cada primavera.
Otro año se acercaba. En los almendros las flores se
asomaron con timidez en las ramas y luego, poco a poco, otras plantas se
unieron al anuncio de una nueva primavera con un silencioso estallido de vida.
Las mariposas anaranjadas volvieron a bailar en un remolino de colores
alrededor del árbol desnudo, pero esta vez las acompañaban otras muchas de
variados colores.
Pero un día, de pronto, con los últimos rayos de sol, las
mariposas detuvieron su danza de remolino alrededor del árbol y se posaron
sobre sus ramas. Un campesino que pasaba por allí se quedó maravillado al verlo
cubierto de palpitantes alas multicolores. Fue un segundo que duró más que un
suspiro, hasta que las mariposas volvieron a danzar. Asombrado, el campesino
siguió su camino polvoriento sin darle mayor importancia.
Esa misma noche apareció la dama. Su aura de reflejo de luna
ya no era pálida sino que brillaba ahora con viva intensidad. Se acercó al
árbol. Lo besó. Y mientras le cantaba su triste melodía, los aldeanos decían
que la brisa nocturna de primavera era un arrullo de sueño reparador.
Un día llegó una anciana a vivir en la vieja casona. Nadie
sabía de dónde venía ni quién era ni le importaba. La gente no quería saber
nada del prado, de la vieja casona y del desnudo árbol.
La anciana hizo algo extraño: esa misma tarde colgó de las
ramas muchos lazos de colores que ondearon al viento.
Esa noche, la joven de blanco abrazó al árbol rodeado de
lazos de colores, lo besó, y cantó. Pero ahora su melodía festejaba la
esperanza.
El hechizo con el que hace muchos años una mujer maldijo a
una pareja, ella la convirtió en el espectro de una mujer de blanco, al joven
en un árbol seco y desnudo, se estaba rompiendo. La anciana vio la escena desde
la casa y las lágrimas surcaron sus arrugadas mejillas, por fin había
encontrado la manera de romper el hechizo.
Hasta entonces, él siguió siendo un árbol solitario y ella
solo podía visitarlo por las noches, entre el fin del otoño y el principio del
verano. El resto del año desaparecía invisible para el mundo. Sus familias
debieron abandonar esas tierras para regresar solo si se rompía el hechizo del
que ambos jóvenes eran prisioneros. Por fin la anciana poseía ese poder. Y se
disponía a usarlo.
Aquella noche la Luna brillaba más que nunca. La anciana se
acercó muy despacio. Esparció polvo dorado sobre la joven abrazada al árbol.
Después rodeó el tronco y a la joven abrazada a él con una venda ancha y blanca
mientras susurraba una oración. Ambos quedaron envueltos mientras la anciana
caminaba rezando alrededor de ellos. Al dar las doce en el campanario del
pueblo, las estrellas y la Luna se apagaron y el árbol, la joven, la anciana y
la casa desapareció. Largos segundos después, como si la luz del mundo abriera
un ojo luminoso, donde recién habían estado la joven y el árbol, había ahora
una pareja desnuda y abrazada.
La anciana los cubrió con una manta para que no
cogieran frío y los ayudó a ponerse de pie para llegar a la casa. Les dio ropa
y les hizo beber una pócima para borrar los últimos dolores del hechizo. Por
entre los huecos del roto tejado entraba la luz de la Luna llena. En la
chimenea, los troncos encendidos hacían estallar diminutas y restallantes
estrellas de fuego. Todo volvía a la normalidad. La joven preguntó:
―Cuánto habéis tardado en venir. ¿Eres de mi familia?
La anciana contestó:
―Soy tu sobrina, hija de tu hermana. Cuando ella y tu madre
se fueron de aquí yo aún no había nacido. Tu madre, la mía, luego yo y mi hija
nos pasamos la vida buscando el modo de romper el hechizo.
―¿Qué será ahora de nosotros? ¿Seguiremos siendo jóvenes o
envejeceremos rápidamente antes de que amanezca?
―Querida niña, vuestra vida comienza ahora. Solo
envejeceréis con el tiempo natural. Tenéis la misma edad que cuando os
hechizaron. Aquí nacerán vuestros hijos y vuestros nietos. Reconstruiréis esta
casa y recuperaréis las muchas tierras que os pertenecen.
―¿Y de mi familia? ―preguntó el joven―. ¿Qué sabes de ella?
―Nada sé, lamento decírtelo. Tu familia y la mía debieron
marcharse de estas tierras. Ese fue el trato, nunca volver hasta que el hechizo
desapareciera.
―He estado solo mucho tiempo ―murmuró el joven con la cabeza
baja, conmovido por la suerte de los suyos―. Siendo un árbol sin fruto, lo
único que me consolaba y me daba fuerzas era cuando ella me abrazaba cantando.
Era un consuelo que despertaba mi esperanza de poder abrazarla yo a ella en
cada nueva primavera.
Se hizo un silencio de dolor por la pérdida pero también de
felicidad por lo que les esperaba.
―¿Y qué vas a hacer tú ahora? ―le preguntó la muchacha a la
anciana.
―Volver a mis lejanas tierras y morir allí con mi familia.
Por haber descubierto el remedio, no podré regresar aquí. Así funciona la
magia.
Le agradecieron a la anciana la oportunidad de seguir
viviendo una vida normal y poder morir algún día cuando les llegase la hora
verdadera.
―Ahora disfrutad de vuestras nuevas vidas con intensidad y
amándose como hasta ahora lo han hecho. Entre estas ruinas he arreglado un
cuarto para que podáis descansar. Después será vuestra labor convertirlas en
vuestro hogar.
A la mañana siguiente el joven no encontró a la anciana.
Regresó al cuarto y vio a su amada en la cama. Le entregó una hermosa rosa roja
en cuyos pétalos aún brillaba un resto de polvo dorado, y le dio las gracias
por haberlo visitado cada noche de primavera. Se abrazaron. Una nueva vida los
esperaba. El hechizo estaba roto para siempre y por toda la eternidad
Fin
María González
Es un relato precioso, y muy emotivo, lleno de sentimientos!!! De gran belleza. El amor siempre triunfa, o casi siempre. Me ha encantado María, muchas gracias por compartirlo. Besitos Caty.
ResponderEliminarEs un placer para mi, que te haya gustado, me siento agradecida, por tus palabra Gracias un abrazo.
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