►Título: Cuentos y relatos
►Autor: María González Pineda
►Editorial:
Autopublicado
►Género: Antología: contiene 7 relatos.
►Número
de páginas: 78.
►Precio:
Versión kindle Euros 3,15 /Venta en Amazon.
Este es un relato para todos mis seguidores. El veintisiete podre el desenlace de este relato. Dicen todos los que lo ha leído, que es un diamante, que pena no haber sacado una novela más extensa, yo lo escribir y no pensé en nada. Este es Mi regalos. Os deseo Feliz navidad.
SUCEDIÓ EN MADRID
Un coche negro circulaba con indecisión por las calles desiertas
de Madrid.
Eran las once y
media de la noche y casi no había tráfico. ¿Qué está pasando?, se preguntó el
joven escritor, que se había perdido. Venía a un congreso de literatura y quería
pasar unos días en la capital. No encontraba el hotel, y ahora se arrepentía de
no haber comprado el coche con el GPS. Encendió la radio y se enteró de que se
jugaba el clásico del fútbol español.
Vio a una mujer
caminando muy despacio, con dificultad, apoyándose en las paredes. Se detuvo a
su lado. Era una mendiga. Se bajó del coche y le preguntó por el hotel. Ella le
contestó con una voz que apenas le salía de la boca: «Está dos calles más
abajo, en un cruce con muchos semáforos, debe girar a la izquierda y en esa
calle verá el hotel». De inmediato, la mujer se cayó. Él la cogió en sus
brazos, pero ella le dijo que estaba bien, que se fuera, que la dejara allí
pues era el sitio en el que merecía estar. «Nada de eso, la llevaré a que la
vea un médico». Abrió la puerta del coche y la acomodó con cuidado en el asiento
delantero. Durante el viaje por las calles desiertas mientras él conducía solo
atento a los semáforos, ella le insistió en que la dejara, casi quejándose de
lo que parecía ser un secuestro humanitario. Sin embargo, el joven escritor estaba
decidido a hacer algo por ella, aún no sabía bien qué, algo se le iba a
ocurrir, pero no podía abandonarla en ese estado.
Entró en el
hotel con ella en brazos. Cuando el recepcionista los vio acercarse, los detuvo
diciendo: «En este hotel no aceptamos a mendigos, señor». El joven lo miró,
tomó aire y tras una pausa le dijo, con una autoridad que lo sorprendió a él
mismo:
―Primero, buenas
noches. Soy Alejandro Rodríguez, tengo hecha una reserva y quiero un médico y a
alguien que cuide y asee a esta señora.
Impresionado por
el contraste entre la mujer de aspecto descuidado y el porte digno del joven
que la sostenía, el recepcionista le pidió que esperara un momento, pues debía
consultar a su jefe. Minutos después, un hombre se les acercó y se presentó
como el director del hotel:
―Usted
comprenderá, señor Rodríguez, que no es la política de este hotel recoger a un
mendigo, aunque venga acompañado de un cliente, y permítame, desde luego, darle
la bienvenida a Madrid.
El joven
escritor contestó:
―Le agradezco,
pero esta señora viene conmigo y me haré cargo de todos los gastos, por eso no
se preocupe. Necesita ayuda y se la voy a dar, y si usted no acepta estas
razones, se va a enterar la prensa, y además pondré una denuncia por negarse a
ofrecer asistencia a un necesitado.
Contrariado, el
director aceptó de mala gana que el joven subiera con la mujer a su habitación.
Poco después entraron dos mujeres que bañaron y asearon a la mendiga, peinaron
su enmarañado cabello, la acostaron en la cama y le ofrecieron caldo caliente.
Mientras le daba a beber de una cuchara, su intuición de escritor le decía que
aquella mujer tenía una historia que contar.
―Yo no merezco
estar aquí, solo merezco morir.
―No diga eso,
señora.
―¿Me ves acaso
tú como una señora, joven?
―Sí, señora, la
veo como una señora y quiero que me diga cómo se llama.
―Mi nombre es
María.
Tocaron a la
puerta. El médico era un hombre de mediana edad, moreno de piel, con una bella
sonrisa y una expresión amable. Trató a la mujer con sumo cuidado y le hizo un
reconocimiento exhaustivo. Cuando terminó, le hizo un gesto al joven para
hablar en el pasillo.
―Vea, siento
decirle que usted ha recogido a un cadáver. No creo en los milagros pero no me
explico cómo esta mujer sigue viva. Tiene los pulmones en muy malas condiciones.
No sé cómo puede respirar, y ya es tarde para recetarle algo. Moverla de aquí
sería muy riesgoso, podría morir en cualquier momento. Yo vendré de nuevo
mañana por la mañana, y si se ha recuperado un poco podremos ingresarla en un
hospital. Pero en verdad, su estado es muy grave.
Alejandro volvió
a la habitación, miró a la mujer acostada en la cama. Su rostro reflejaba un
secreto sufrimiento. Se sentó junto a ella y le dijo:
―El médico no me
ha dado buenas noticias, María, y me siento triste por usted.
―No esté triste,
es el destino que se ha de cumplido. Si yo hubiese actuado de otra manera hoy
no lo habría conocido, no estaría en esta cama viendo sus bellos ojos y su buen
corazón. Morir aquí es un regalo que me da la vida, pues todo ha sido un
fracaso, una equivocación tras otra desde que tenía quince años.
―Cuénteme su
vida, si usted puede.
―Ay, hijo mío, mi
vida es un mar de desgracias.
―Cuénteme, por favor,
¿o le da miedo recordar?
―No, no me da
miedo el pasado. Te contaré. Yo tenía quince años cuando por una amiga de mi
madre fui a trabajar a una gran casa del viejo Madrid. Sus dueños eran unos
señores muy distinguidos.
La mujer contaba
su historia pausadamente. Llegó a un punto y se quedó callada. Él la animó a
continuar.
―¿Tenían hijos
esos señores?
―Nunca hubo
chiquillos en aquella casa, la señora no podía.
―¿Y qué hacía
usted, cuál era su trabajo?
―Lavaba y
planchaba, hacía la limpieza, cocinaba… Pero una noche, una noche que no puedo
olvidar, la señora me llamó. Ella y su marido me hablaron de ciencia. Yo,
estúpida de mí, no entendí nada, pero no dije que no…
La mujer le
apretó la mano. Él se dio cuenta del sufrimiento que el recuerdo le provocaba.
―¿De qué ciencia
le hablaron los señores, María?
―No sé cómo,
pero en mi vientre comenzó a crecer poco a poco la semilla de aquel gran señor.
Tan soltera yo y madre en la vida sin haber hecho nunca el amor…
Alejandro no
podía creer lo que estaba escuchando.
―Pero eso está
prohibido.
―Prohibido
dices… ¿Crees que el dinero se prohíbe, querido niño? Cuando hay dinero de por
medio, todo se consigue en esta vida. Bueno, el caso es que en una clínica me
examinaron. De vuelta a la casa, la cocinera habló conmigo: «María, ¿qué es lo
que vas hacer, hija? Arruinarás tu vida, solo tienes diecisiete años». Matilde,
le dije, me darán un dinero que enviaré a mis padres, con todos los que somos
les vendrá muy bien. «Pero ¿y tu vida, vas a sacrificar tu vida por tu familia?
No puedo creer que hagas eso, María. El niño se lo quedará la señora, lo verás
y no podrás decirle “hijo, cuánto te quiero”, y tendrás que irte de esta casa.»
No, Matilde, la señora me ha dicho que yo lo cuidaré.
―Entonces ―intervino
el joven escritor―, ¿todo siguió adelante?
―Sí ―dijo la
mujer con sufrimiento.
―¿Cómo sigue su
historia, María?
―Semanas antes
de dar a luz me llevaron a una finca de campo que tenían en Salamanca. Allí
nació su hijo; digo, mi hijo.
―Y cuando
regresó a Madrid, lo hizo con su bebé.
―Sí, regresamos
de aquel viaje a las claritas del día, metimos el bebé en el cuarto de la
señora donde ya estaba la cunita bien preparada con todos los primores.
―Habrá sido muy
duro eso…
―Sí, lo fue, de
verdad que lo fue. Le pusieron de nombre David, creo que por un hermano de la
señora, o algo así. Los años pasaban, el niño crecía y yo escuchaba detrás de
la puerta cómo ella le decía «dale un besito a mamá y luego te vas con María, hijito».
Las lágrimas
corrían por el rostro de la mujer recordando ese momento. Alejandro se acercó
con un pañuelo.
―Gracias, joven,
no se preocupe, estoy bien.
―María, tiene
que pensar en volver a trabajar para estar con su hijo, esto le está haciendo mucho
daño, piénselo.
―A veces lo veo
cada día, lo beso, lo abrazo, algo tengo con él.
―Siga
contándome, María.
―Los años fueron
pasando y David se hacía mayor y muy guapo. Era moreno, alto, de ojos negros. A
veces me pedía que lo ayudara con los estudios, pero yo le contestaba que no sabía
nada, que le pidiese eso a su madre. «Pero ella está siempre fuera con sus
amigas», María, me contestaba.
―¿Esa señora
quería a su hijo o solo era un capricho?
―Supongo que sí
lo quería, ¿por qué no lo iba a querer? Pero ella tenía una vida social muy
activa.
Se hizo un
silencio. La mujer parecía descansar para reunir un poco de fuerza que le permitiera
seguir con su relato.
―Él tenía diecisiete
años, y yo le doblaba la edad. Un día que yo estaba recogiendo la ropa, él se
acercó y quiso besarme en los labios. «María ―me dijo―, para mí no hay otra
mujer que tú, te quiero, pero no se lo digas a mamá, por favor.» Imagínese mi
confusión. No podía creer que mi propio hijo se hubiera enamorado de mí. Me
alejé de él como pude en ese momento, entré en la casa y me vio Matilde. «¿Qué
te pasa, María, estás mal?» Le conté. «¿Y qué vas a hacer?» No puedo meterle en
mi cama, Matilde, mala madre yo sería. Y no sé, no sé qué debo hacer, le
contesté. Pero lo que pasó después fue más terrible.
―¿Qué pasó?
―Dejó una nota
en su cuarto y se marchó para siempre.
El llanto
ahogaba su garganta, las palabras no le salían. Alejandro llevó sus manos a la
cara para ocultarle a María cuánto le afectaba a él también su desdichada
historia. Pero se repuso y le alcanzó un vaso de agua. María bebió apenas un
sorbo.
―Lo terrible es
que lo encontraron muerto días después en la calle. No fui al cementerio a
acompañar a los señores. Cogí una maleta, metí en ella toda mi ropa y mis
cosas, y me despedí de Matilde. Tenía que irme de esa casa para siempre. Ella
intentó convencerme de que me quedara, pero yo necesitaba desaparecer, quería que
nadie me encontrara. Le agradecí por quererme y cuidarme, por consolarme, por
haber sido una buena amiga. Salí, me encaminé a los barrios bajos de Madrid, repartí
mi ropa con los mendigos y me convertí en una de ellos. Quería morir como mi
hijo, pero no podía quitarme la vida, no tenía fuerzas ni valor para hacerlo.
Algunas veces a quienes quisieron robarme lo que no tenía, les suplicaba que me
mataran, que me hicieran ese favor. Se asustaban y se iban dejándome sufriendo
ese dolor que nunca acababa, que nunca acaba. Y así hasta hoy. Y eso es todo,
querido niño.
El joven
escritor percibió de pronto un extraño brillo en esos ojos que ahora lo miraban
desde un tiempo distinto. Ella extendió una mano y le acarició la cara.
―David, mi vida,
cuánto tiempo llevo esperándote, mi niño, qué guapo estás, gracias por venir,
por fin estamos juntos.
Alejandro
comprendió. Se acercó. El beso que le acarició la frente la dejó dormida en
paz. Le cerró los ojos, le puso sus manos en el pecho y la miró con ternura.
Miró el reloj,
eran casi las seis de la mañana. Golpes a la puerta lo despertaron. Era el
médico.
―Buenos días.
―Buenos días,
doctor.
El médico se
acercó a la cama.
―Está muerta
―suspiró Alejandro—. Supongo que ahora descansa por fin de verdad.
―Es que era un
milagro que viviera en sus condiciones; el milagro es que haya durado tanto.
―Doctor, pagaré
su visita, ha sido usted muy amable por cuidarla y en venir de nuevo a verla.
―Es mi deber, no
se preocupe.
El médico
cumplimentó todos los trámites necesarios en la recepción. A media mañana se
presentaron dos empleados de una funeraria para ocuparse del cuerpo.
Le explicaron a
Alejandro que lo mejor sería incinerarlo, él estuvo de acuerdo, y también con
oficiar una misa por ella, pero no aceptó hacerse cargo de las cenizas.
Dejó a los dos
hombres hacer su trabajo y bajó a la recepción a saldar la cuenta del hotel y
pagar también el entierro. En un momento se detuvo a pensar en la locura de
haber recogido a una mendiga, aunque no se arrepintió de haberlo hecho. Todo se
había ido al traste. Y no encontró ánimo suficiente para acudir a ninguna de
las conferencias del congreso de literatura para el que había ido a Madrid. La
historia de María persistía en una extraña sensación, un mal sabor y un cansancio
perceptible más allá del que afectaba a su cuerpo. No quería quedarse en la
ciudad, sino volver esa misma noche a su pueblo. Necesitaba dormir, descansar, quizás
olvidar esa experiencia.
En esos momentos
los dos empleados bajaban con la caja mortuoria. El hombre bajito le dijo que
cogiera un taxi para ir al cementerio. Alejandro asintió. Salió del hotel, se
dirigió a la parada de los taxis, pero se detuvo y miró en dirección de una
cafetería. Quería tomar café y comer algo antes. Se sentó a una mesa junto a
una gran ventana. Tras ella, como en una película, vio gente caminando, el
tráfico… Estaba cansado. La noche había sido larga.
De nuevo en la
calle, tomó un taxi que poco después lo dejó frente al cementerio. Caminó por
un sendero bordeado de hileras de lápidas, bajo árboles frondosos, alejándose
del ruido de la ciudad. Frente a la capilla lo esperaba un cura. Alto, delgado
y muy amable, le extendió la mano.
―¿Eres tú el que
se apiadó de esa desdichada mujer?
―Sí, yo soy.
―Son muy pocas
las personas que asisten a los mendigos. Tú eres un hombre bueno a los ojos de
Dios, no lo dudes. Poca humanidad queda en estos tiempos y además en un hombre
joven como tú, querido amigo. Puedes sentirte orgulloso de ti mismo.
―En verdad no sé
por qué lo hice. Si ayer alguien me hubiese dicho que recogería a una mendiga,
no lo habría creído.
―Las cosas
suceden por algún motivo. Aunque no lo creas, algo tienes que aprender de estas
experiencias.
―Puede que tenga
usted razón. No soy muy religioso y no he pensado mucho en la Iglesia en estos
últimos años.
―El maestro
aparece cuando el alumno está preparado. Todo a su tiempo, muchacho. Perdona,
creo que ya podemos comenzar la homilía por esta mujer. ¿Vamos?
Entraron en la
capilla. Todo estaba dispuesto. El cura habló de aquella desconocida, diciendo:
—No podemos
decir cómo eras. No te conocimos. No tienes a nadie. A nadie que te alabe, a
nadie que te llore, a nadie que te vele, sin familia, sin amigos, sin hermanos.
»Si piensas que
cometiste pecado Dios ya te perdonó. Acaso pensaste que te has portado mal
antes los ojos de Dios, pero no es así. Ya sufrirte bastante. Descansa ahora en
el regazo de nuestro Señor Jesús, pues Él ya te ha dado su bendición.
Sus palabras
resonaban como frases perdidas en los ecos de la desolada capilla. Cuando
concluyó la homilía, se llevaron el féretro. El joven y el cura lo acompañaron
hasta la puerta. El joven escritor puso una rosa roja en la tapa de la caja, y
de esta manera sus caminos se separaron para siempre.
Se despidió del
cura, cogió un taxi y se fue al hotel. En su habitación vio que la cama estaba
recién hecha. No quedaba rastro de que allí hubiera muerto una mujer.
Se acostó y el
sueño le llegó rápidamente. A las nueve de la noche sonó el teléfono. Era la
hora en que debía salir del hotel.
Se duchó, recogió
todo y salió de la
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