Título: Con
el corazón de Eva.
Autor: María
González Pineda.
Formato: Versión
Kindle .
Editorial: Amazon
Kindle
Genero: Drama
Romántico
P.V.P: 3,15€
Sinopsis
Con tan solo
17 años, un trágico accidente acabara con la vida de Eva, sumiendo a Ana, su
madre, en la más absoluta desesperación.
Cuando todo
su mundo parece derrumbarse ante ella, tendrá que tomar una difícil decisión:
donar o no los órganos de su hija, sin ser consciente que ese acto podría
cambiar el resto de su vida, para siempre, haciendo que la esperanza vuelva a
renacer y recuperando a una persona de su pasado que jamás pudo olvidar.
Con el
corazón de Eva es una historia de amor, de superación y de cómo los camino de la vida pueden
cruzarse de forma inesperada.
Con el corazón de Eva
Mamá, me voy
—dijo Eva cogiendo su abrigo.
—Hija, ¿tan
pronto? —preguntó, extrañada, la madre.
—Sí, mamá,
Álex me espera —explicó Eva, ya en la puerta.
—Espera,
deja que te vea. Estás muy guapa con el vestido nuevo.
—Sí, me lo
he puesto porque Álex me va a llevar a cenar a un restaurante elegante y
moderno,
de esos que hacen cocina de diseño
—comentó ilusionada.
—Me parece
bien, hija.
—¡Eva,
vámonos ya! —insistió Álex desde la calle mientras
encendía la
moto.
—¡Me voy,
mamá! Me está llamando.
—Sí, ya lo
he escuchado. Ten mucho cuidado con la moto
— pidió
preocupada.
—Tranquila,
mamá, no me va a pasar nada —contestó Eva
mientras la
besaba con ternura.
—Adiós,
hija, que te diviertas.
—Adiós,
mamá.
La vio salir
de casa con ese negro pelo suelto, bella como
una rosa;
alta, morena y delgada. A sus diecisiete años era muy
responsable.
El no haber tenido un padre a su lado le había hecho
madurar
antes de tiempo. Cursaba segundo de bachiller y
se preparaba
con gran ilusión para las pruebas de acceso a la
Universidad,
pues quería ser economista. Sabía que era muy difícil
por los
escasos medios de su madre, pero ella trabajaría y
así ayudaría
a sacar adelante su carrera.
Media hora
después de marcharse, la madre, que preparaba
la cena en
aquel momento, sitió un agudo pinchazo en el
corazón. Fue
una sensación muy extraña, pero no le dio importancia,
cogió su
plato y se fue hacia el salón. Acababa de
sentarse
cuando sonó el timbre de la puerta. Se asustó, sin saber
porqué. Su
hija no podía ser porque tenía llave. Al abrir la
puerta de la
calle se quedó paralizada, como si hubiese visto un
fantasma:
era la Guardia Civil.
—Buenas
noches, señora, ¿es usted Ana Delgado? —preguntó
con sequedad
uno de los agentes, de aspecto amargado y
mirada fría
como el hielo.
—Buenas
noches. Sí, soy yo, ¿qué sucede?
—¿Su hija se
llama Eva Delgado? —preguntó el segundo
guardia, más
bajito y con una mirada más amable que el primero.
—Sí, ¿qué le
ha pasado? —volvió a preguntar Ana, cada
vez más
impaciente.
—Lo
sentimos, señora, su hija ha tenido un accidente de
tráfico.
Hemos venido para que nos acompañe al hospital.
Todo le daba
vueltas, su cara palideció y sus ojos se humedecieron
al instante.
—Pero ¿ella
está bien? ¿Cómo ha sido? —fue lo único que
se atrevió a
preguntar. —Un coche les atropelló en un cruce, el
conductor se
ha dado a la fuga.
—¿Y el joven
que iba con mi hija? —Está muy grave y
también lo
trasladaron al hospital.
—Vamos, no
perdamos más tiempo, coja usted un abrigo
— dijo el de
los ojos grises.
Ana agarró
su abrigo, dio un portazo a la puerta y se subió
sin perder
un instante en el coche de la Guardia Civil.
El camino al
hospital se le hizo eterno, parecía no terminar
nunca. Los
agentes la acompañaron hasta la sala de espera
de
urgencias.
—Siéntese
aquí, señora Delgado, pronto vendrá un médico
y le dirá
cómo está su hija.
—¿Tardará
mucho en venir? —preguntó Ana, aún sin asimilar
lo que
estaba sucediendo.
—No creo que
tarde.
Minutos
después, apareció el médico. Y, tras hablar con
los
guardias, se aproximó donde se encontraba Ana.
—Señora, su
hija ha tenido un accidente muy grave —le
dijo. —¿Cómo
está? Dígame, doctor, ¿cómo está? —repitió desesperada.
Aquella
nublada sombra en los ojos del médico no le
hacía
presagiar nada bueno.
Él la abrazó
para intentar tranquilizarla y no quiso demorar
más las
malas noticias.
—Señora, su
hija está clínicamente muerta —dijo el doctor
con voz
firme y clara.
—¿Quiere
decir que ya... nunca despertará? —un sollozo
se ahogó en
su garganta, paralizándola por completo. Aquello
no podía ser
verdad.
—Mire, su
hija ha recibido un golpe muy fuerte en la cabeza
y ha quedado
en coma.
—Pero... ¡no
puede ser! —No hay esperanza, los daños
son
irreversibles, quedará en estado vegetativo toda la vida. La
sostienen
las máquinas, pero tarde o temprano ni las máquinas
podrán
impedir que su fuerte corazón pierda su vitalidad.
Ana estalló
en un llanto cargado de dolor. No se lo podía
creer. Su
hija, su única hija, la había perdido y no había vuelta
atrás. A su
cabeza vinieron imágenes de la pequeña, momentos
Con el
corazón de Eva
de su
infancia, de su niñez, de su dulce vida que ahora se extinguía.
El médico
esperó unos minutos antes de seguir hablando.
—Quiero
pedirle un favor, señora.
—¿Qué tipo
de favor?
—Soy
consciente de que no es el momento apropiado, y
tendrá que
disculparme si no soy delicado al pedírselo, pero hay
muchos
pacientes que están en condiciones críticas y con posibilidades
de
recuperación si se les sometiera a un trasplante. Su
hija no
tiene ninguna posibilidad de vivir y sus órganos están
en buen
estado. ¿Sería usted capaz de donarlos? No quiero ni
es mi deber
presionarla, pero sí es mi deber velar por aquellos
pacientes
que dependen de la generosidad de personas como
usted.
Piense cuántas vidas salvaría.
Ana sintió
un zumbido en sus oídos, un mareo que la envolvía
y que
parecía transformar aquella situación en algo irreal,
ajeno a
ella. Las palabras del médico habían quedado como suspendidas
en el aire,
flotando cerca de sus oídos en una dolorosa
decisión que
en aquel momento no se veía capaz de tomar.
—No sé qué
hacer, estoy muy confusa.
—Lo
entiendo, yo sufrí lo mismo hace cinco años. La voy
a dejar sola
para que lo piense. Su hija está por aquí, sígame, por
favor.
Llegaron a
un pasillo, el médico abrió la puerta de una
habitación y
allí vio a su hija, acostada, rodeada de sondas y
máquinas que
emitían rítmicos sonidos. Su cabeza estaba vendada,
pero por la
expresión de su rostro parecía no sufrir, como
si nada le
hubiera sucedido.
—La dejo
sola. Vendré dentro de unos minutos. El doctor
se marchó.
Ana se quedó sola. Echaba de menos tener a una
persona a su
lado que la confortara, le cogiera la mano y le diera
calor.
Entonces recordó al padre de su hija, el hombre al que ella
María
González Pineda
tanto había
amado.
Era una niña
y vivía con su tía que regentaba una pensión
en el centro
de Sevilla, en un barrio de calles coquetas, muy estrechas
y antiguas.
Ana le ayudaba a limpiar las habitaciones y
también se
ocupaba de encargos menores.
—Ve a la
habitación diecinueve y llévale al cliente esta almohada.
—Le pidió
una noche su tía.
—Sí, tita,
ahora mismo.
Ana llamó a
la puerta, esperó unos segundos y entonces se
abrió,
apareciendo un hombre moreno, de unos veintiséis años,
muy alto, de
ojos negros y piel blanca. Ana notó por sus rasgos
que no era
del sur. Él la hizo pasar y ella dejó en la cama lo que
llevaba en
su mano y lo miró. Fue solo un instante, pero algo se
despertó en
su corazón. Era muy joven para darse cuenta de que
aquello era
amor a primera vista.
—Vaya, si
eres solo una niña, ¿cómo es que estás trabajando
aquí?
—preguntó él sorprendido.
—Solo ayudo
a mi tía. Y usted, ¿trabaja o solo está de
paso? —No me
hables de usted, que me haces sentir un viejo
—dijo con
una risa burlona—. Soy arquitecto, he venido a
construir un
edificio.
—Vaya, eso
es muy interesante —musitó algo cohibida
por la
presencia de aquel desconocido—. Bueno, me voy ya,
buenas
noches.
—Espera,
¿cómo te llamas?
—Me llamo
Ana.
—Yo me llamo
Antonio. Espero que nos veamos otro día
— le dijo
entornando aquellos ojos tan oscuros y penetrantes—.
Buenas
noches.
—Buenas noches.
La joven
salió de la habitación. Flotaba como si la sostuviera
una nube.
«Qué hombre tan guapo», se decía a sí misma.
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