Una de esas reuniones la
realizaba el alcalde en el Ayuntamiento. Entre los invitados se contaba con la
presencia, entre otros, del jefe de policía y del director de la cárcel, la
cual se encontraba a treinta kilómetros de la capital. A esa fiesta fue
invitada una abogada llamada Julia Martín. Una mujer de unos treinta y siete
años, y casada. Su marido era contable en una pequeña banca. Tenía una hija de
él y un hijo de una relación anterior. Julia era una mujer alta y elegante, su
piel era blanca y en su rostro se dibujaban unas finas arrugas. Y en su mirada
se reflejaba una gran tristeza que ella intentaba disimular con una bella
sonrisa. Ante el espejo, poniéndose un collar de delicadas perlas blancas, su
marido le dijo, agrio como siempre:
—No sé por qué te habrán invitado
a esta horrible fiesta de políticos. ¿Qué se te ha perdido a ti allí?
—Ignoro el motivo, pero creo que
es de buena educación corresponder aceptándola. Como también lo sería, por tu
parte, no mostrar tan a menudo ese mal genio, que es a lo que me tienes
acostumbrada.
—Te has vestido como una diva con
ese traje negro marcándote las curvas —expresó él malintencionadamente—. ¿A
quién quieres engañar? O mejor dicho, ¿a quién quieres gustar, para después
tirártelo?
Julia no quiso caer en sus
provocaciones. No era la primera vez que su marido la insultaba y, aquella
noche, prefería no discutir. Tenía mucha curiosidad, por tan extraña
invitación.
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