EL LOBO GRIS
HERIDO
En las frías estepas de un lugar olvidado, donde a lo lejos se
divisan unas cadenas montañosas nevadas, una manada de lobos grises camina agrupada
por esa llanura desoladora, confundiéndose con la nieve.
El lobo alfa es
el rey de la manada. El gran lobo de cabellera gris mira al cielo en la noche
de su desesperanza; en el horizonte, los últimos rayos de sol forman unas finas
nubes de fuego, dando paso a una oscura noche.
Sus patas se
hunden en la nieve. La manada va adentrándose en un bosque amigo. Los árboles,
como centinelas en el tiempo, le dan la bienvenida. Los lobos se resguardan del
viento y cuando la Luna está en lo más alto, en todo su esplendor, los aullidos
de los lobos suenan como un lamento en la fría noche, como melodías de otros
tiempos.
Por la mañana,
la manada ya despierta, está dispuesta para su partida, pero un inconsciente y
joven lobo, muy nervioso por descubrir cosas nuevas, se acercó a unas rocas y
antes de darse cuenta, cayó a un zarzal quedando aprisionado entre las espinas.
Cuanto más se movía, más preso quedaba.
El jefe de la
manada dijo: “Eso pasa por no respetar las normas. Vámonos”. La madre del joven
lobo replicó, diciendo: “No podemos dejarlo aquí solo”, pero el lobo Alfa no
cedió: “No podemos hacer nada por él y no podemos esperar. Debemos seguir hacia
delante, pues las tierras del norte nos esperan”.
Los lobos,
aullando, se alejaron del aquel lugar, dejando solo al joven lobo, entristecido
viendo cómo se alejaban. El joven intentó escapar, pero todos sus esfuerzos
fueron inútiles. Allí estaba el temido lobo de las praderas en un zarzal. Las
espinas se le clavaban como alfileres y la sangre que de sus patas brotaba, manchó
la nieve blanca de un rojo intenso.
Aquella noche,
la Luna lo iluminó con su suave luz, que lo bañó de amor. Veía, allí abajo,
entre las piedras y zarzas, a un lobo herido y le hizo compañía. La Luna
lloraba, sentía el dolor de sus heridas y le cantó una suave melodía.
Llegó el día
siguiente, el lobo seguía apresado. El dolor era intenso y no se podía mover.
Su curiosidad le había llevado hasta las piedras de un pequeño montículo,
cayendo a aquel lugar de zarza y espina. Apresado, lloraba de rabia, lamentándose
continuamente de su mala suerte. Cuando los rayos de sol se perdieron en el
horizonte, llegó la oscuridad. La soledad era muy dura; nadie le hacía
compañía. La Luna salió rápidamente de detrás de las montañas. Ella lo
acompañaba y lloraba su agonía; él la observaba, viendo cómo la Luna, su amada,
su amiga, sollozaba.
Aquella noche le
cantó una nana y el lobo se fue quedando dormido. Le fallaron las fuerzas, pues
la falta de comida le estaba debilitando. El lobo soñó y, en su ilusión, volaba
como un águila real, surcando el cielo. Mientras soñaba se encontró con un
pájaro que le preguntó quién era; tenía que ser una fantasía porque un lobo
volar no podía.
El lobo,
sonriendo, fue a posarse entre margaritas y una mariposa, que le veía como una
extraña criatura con ojos que parecían el día, le preguntó que de dónde venía.
Él la mandó callar pues no era más que una pequeña mariposilla, a lo que ella
exclamó: “¡Sí, pero soy bella como la flores que pisas!”. El lobo se disculpó,
apartándose de las florecillas: “¡Oh, Perdón! Soy un lobo volador con gran
maestría, el rey de la colina, donde puedo hablar con la Luna. Ella me ha dado
el poder de volar cada día, puedo ver las águilas en el cielo, puedo ir con
ellas”. La mariposa no se lo creía: “Anda, vete de aquí con esa fantasía”. El lobo
quiso volar pero no podía.
Lo despertó un
fuerte golpe, abrió los ojos y miró hacia arriba, viendo el zarzal. Todavía no
se había dado cuenta de lo débil que estaba. Se fue soltando hasta caer por su
propio peso. Mucho más delgado, se puso de pie, aunque casi no podía pues las
fuerzas le fallaban.
Tenía mucha hambre,
pero ahora sin fuerzas no podría cazar. Se metió entre los árboles con paso
lento, donde podría encontrar algo de comer para recuperar fuerzas. Mirando,
oliendo, a lo lejos vio a una liebre de las nieves. Se preguntó cómo haría para
cazarla, pues no podía correr: “Con lo rápida que es la liebre y yo sin
fuerzas”. Fue acercándose con sigilo. Sorprendentemente, la liebre, cuando vio
al lobo, exclamó: “¡Gracias a dios! Mi sufrimiento se acaba”. Estaba herida, ya
que un cazador le había disparado unos días antes; tenía el
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