UN VIAJE PARA LUCÍA
Ocho de la mañana. Estación María Zambrano, Málaga. Dos mujeres
esperan en el andén para subir al ave Málaga Madrid. Por el poco equipaje que
llevan, se diría que van a estar muy pocos días. La mujer mayor tendrá unos
cincuenta y cinco años y el cabello casi todo blanco. La más joven, unos veinticuatro
años, el pelo largo y los ojos grandes y curiosos.
Cada una lleva
una ilusión. La joven: poder conocer gente joven y dinámica que cambie su vida
y salir, así, de la monotonía en que se encuentra sumida. La mayor: recoger un
premio literario ganado en un concurso en el Norte de España, en Huesca, a más de
Mil kilómetros de su casa.
Por fin le había
llegado un reconocimiento literario. Tan esperado y merecido para ella después
de muchos años de duro trabajo y de alguna que otra decepción. La escritura es
su gran pasión. Gracias a ella pudo, además, salir de una depresión que durante
años la tuvo sumida en una profunda tristeza. Comenzar a escribir fue para ella
una fuente de vida y salud. Salió de esa depresión y una nueva inspiración, que
la hacía ser feliz, se instaló en su vida.
Con paciencia y
dedicación, soportando la poca fe de su familia y sus amigos, que en algunos
casos se burlaban de ella pensando que era una vieja loca, fue escribiendo.
Lucía –así se llama– nunca escuchó esos comentarios. Este era su primer premio.
Había mandado muchos escritos a distintos concursos y nada, todos esos intentos
fueron fallidos. Muchas novelas a editoriales también fueron devueltas. Ella era
una sencilla escritora anónima y, hasta este momento, nunca nadie se había
fijado en lo que escribía.
Nació en unos
tiempos de escasez y miseria, que marcaron su vida, y de ese mundo Lucía sacaba
sus maravillosos relatos. Siempre fue muy constante y decidida, nunca perdió la
fe en lo que hacía, ni le tuvo miedo al fracaso.
Llevaba muchos
años que no viajaba cuando subió a aquel tren. No recordaba aquella sensación y
suspiró al ver que se ponía en marcha. Primero, muy despacio. Luego, a medida
que salía de la ciudad, su velocidad aumentó hasta devorar la distancia. En tan
solo dos horas y treinta minutos estaría en Madrid.
A su lado, su
hija leía una revista de moda. Lucía cerró sus ojos y se quedó un poco
adormilada. Cuando abrió los ojos de nuevo, ya habían llegado. Siguió a su hija
en la estación de Atocha. Esta sabía el trasbordo que tenían que hacer. Un rato
después, tomarían de nuevo otro tren en dirección a Zaragoza y Huesca. Lucía se
sentía cansada. Tanta gente alrededor la agobiaba, acostumbrada a su casita,
sus flores y el perfume del campo. Pensó que no cambiaría su huerta por nada,
cuando su hija le preguntó trayéndola de nuevo a la realidad:
―Mamá, tengo
hambre. Voy a comprar un bocadillo. ¿Te traigo uno?
―No. A mí no me
apetece.
―Te vendría bien
comer algo.
―No, hija.
¿Sabes lo que me a apetece? Un café calentito.
―Voy por él.
―Ya nos queda
poco, ¿verdad?
―Sí, mamá. Muy
poco.
―Qué ganas tengo
de llegar al hotel, ducharme y descansar. Mañana nos queda un día ajetreado.
―Pero ya lo peor
ha pasado.
Llegaron a la
estación, bajaron del tren y pidieron un taxi que las llevó al hotel Sancho Abarca.
Ya en la habitación, se pusieron cómodas y no tardaron en irse a la cama, ni en
quedarse dormidas.
A la mañana
siguiente, salieron. Huesca era una ciudad pequeña, comieron en un restaurante
de la zona y visitaron la catedral. Era muy pequeña, de estilo gótico. Pasaron
la tarde en una animada charla paseando por las calles, comprando algunos
regalos.
A las ocho de la
noche era la entrega del premio, y Lucía estaba impaciente. Llegó al teatro con
un elegante vestido hecho con un mantón de Manila regalo de una amiga. Aquel
mantón despertó curiosidad entre las damas que asistían al acto.
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