LA PIEDRA
DE LA FELICIDAD
Había una vez un hombre que lloraba amargamente porque había
perdido su piedra de la felicidad. Tanto lloraba y lamentaba su pérdida, que la
gente empezó a decir que estaba loco. Y tanto lo dijo y lo repitió que la gente
lo propagó de pueblo en pueblo y se hizo leyenda.
Un viejo sabio y
estudioso sintió tanta curiosidad que decidió visitar a aquel hombre, pues
quería conocer la historia de sus propios labios y que le contara su secreto.
Todo el mundo hablaba de la piedra pero nadie sabía qué clase de magia poseía.
A pesar de no
saber dónde encontrarlo, se puso en camino. Fue un viaje largo, muy largo.
Escaló montañas, atravesó valles y llanuras, cruzó ríos, pantanos y lagos,
surcó desiertos y mares, preguntó a viajeros, aldeanos, santos y locos, genios,
labradores y ladrones, pero nadie supo decirle dónde buscarlo. El mismo sabio
en ocasiones no supo dónde se encontraba.
Viajó andando,
en buques y veleros, en camellos y elefantes, en camiones, barcos, aviones y globos,
hasta que por fin, exhausto y a punto de rendirse, una tarde, al borde de un
acantilado que se alzaba frente a un mar infinito, vio al hombre que lloraba
sentado sobre una roca. Tiraba piedras a un remanso que dejaba la marea, las
piedras se hundían y las ondas que formaban desaparecían luego devoradas por
las olas.
El viejo sabio,
agotado por el esfuerzo de viajar tanto tiempo pero satisfecho por haberlo
encontrado, se sentó a su lado y al final de un largo silencio le dijo:
―Buen hombre, me
han contado de ti y he venido desde muy lejos para preguntarte si es cierto que
tuviste una piedra que daba la felicidad.
El hombre no le
respondió pero el viejo se dio cuenta de que estaba pensando y sintiendo llegar
la pregunta a su interior. El viejo sabio, incómodo por ese silencio, le
preguntó:
―¿Cuál era la felicidad
que te daba tu piedra?
Esta vez el
hombre se dio vuelta para mirarlo. La respuesta pareció hablar también en sus ojos
inundados de lágrimas.
―Te conozco, sé
quién eres. Tu larga fama me ha alcanzado. Escucha, hombre sabio. La piedra que
dices se volvía una bailarina cuando la luz de la Luna la acariciaba. Su danza
daba placer a mi cansancio y de mis angustias y dolores creaba consuelo y
alivio. Pero la perdí. Por eso lloro.
El viejo, que se
consideraba a sí mismo un sabio y creía entender las penas de la gente, aunque
deseaba comprender a aquel hombre y descifrar su misterio, no encontraba
respuesta, pues ¿cómo podía convertirse una piedra en bailarina? Mientras el
hombre seguía tirando piedras al mar, el viejo, con ánimo de ayudarlo, le dijo:
―No estés
triste. Piensa en cada piedra que arrojas al mar, mírala con amor y en cada una
verás una bailarina.
Entonces el
hombre contestó:
―Pobre iluso,
¿cómo puedes creer qué de una piedra se haga una bailarina?
El viejo sabio
se sorprendió. Si el hombre le había dicho que una piedra se había convertido
en una bailarina, lo mismo sucedería con cualquier otra, pensó con lógica. Pero
bajo la simple verdad de esas palabras, el viejo intuyó una profundidad desconocida.
Se sintió perdido.
El hombre siguió
diciendo:
―No puedes
ayudarme ni darme lo que necesito, nadie puede. Has viajado mucho para
descifrar un secreto que es el de todos los hombres. No los has descubierto
porque jamás has vivido la felicidad. Buscaste la sabiduría pero no encontraste
el amor. ¿Acaso te espera una bailarina que baile para ti en las noches de
Luna?
En ese instante,
el viejo sintió la inutilidad de su vida; ahora él era un alumno, un alumno que
debía descubrir lo que yace atrapado entre la incredulidad de la fantasía y la
lógica de la razón. Conmovido por la serena sinceridad de ese hombre, el viejo
permaneció callado, pensando, dudando.
El hombre volvió
a hablar:
―Nadie puede
devolverme mi piedra. Es fácil engañar al dolor y al sufrimiento. No puedes
ayudarme porque esa piedra que bailaba como un ángel de todos los cielos era mi
mujer. Ella me hizo el hombre más feliz del infinito. Me quedé sin fuerza
cuando la perdí. ¿Dónde está tu sabiduría? ¿Qué puedes enseñarles a mis lágrimas
de amor y de dolor?
Recogió una
piedra, miró hacia el horizonte donde el cielo y el mar se unían y suspiró:
―La felicidad
bailaba para mí todas las noches con luz de Luna ―y la arrojó más lejos que las
demás.
El viejo se puso
de pie para marcharse, pero antes el hombre le dijo:
―Los tontos no
son tan sabios y los solitarios no son tan locos; la verdad se tiñe a veces de
mentira y la mentira brilla como la verdad.
El viejo alzó su
mano en señal de despedida. Ahora él también lloraba.
―Adiós.
Se fue con el
alma atravesada por una lección que aún no comprendía. Reflexionando sobre la
verdad y la mentira, la razón y el espíritu, una suave luz de Luna lo iluminó a
medianoche. Ya no le pesaban las piedras en sus bolsillos.
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