Capítulo 6
LA
ANSIADA LIBERTAD
Óscar salió fuera, a la calle,
notó cómo cerraban las puertas de la prisión a sus espaldas y se quedó de pie
un rato, sintiendo cómo el viento acariciaba su rostro. Era casi de día; miraba
el azul del cielo. Aquel era el primer día de su libertad.
Dejó que el frío le acariciara,
era invierno y la mañana estaba muy fresca. Un taxi se encontraba parado más
adelante, pero él no quería cogerlo, tampoco auto-buses. Solo deseaba caminar a
cualquier lugar, eso daba lo mismo.
Al llegar a la altura del
vehículo, escuchó una voz masculina que salía de este.
—¿Desea que le lleve a algún
sitio?
Se quedó parado mirando al
muchacho que le ha-blaba, y él le respondió:
—No me puede llevar, pues no
tengo dónde ir.
—¡Suba conmigo! Yo le mostraré
que sí tiene un lugar donde ir.
Óscar abrió la puerta y allí vio
a su hijo. Se sentó a su lado y el taxi se puso en camino hacia un destino que
Óscar desconocía. No paró hasta llegar a una calle amplia, una zona nueva,
residencial, y apartada del centro de la ciudad, donde se detuvo delante de un
pequeño bloque de pisos. Íker pagó, el taxi se fue y él abrió la puerta del por-tal.
Subieron a un pequeño apartamento en una tercera planta. Una vez dentro, le
dijo a su padre:
—Este piso me lo compró mi madre
a escondidas del miserable de su marido.
—Le odias mucho, ¿por qué?
—Mucho más de lo que imaginas
—respondió eva-sivo—. Este piso lo tenemos por si, llegado el momento, mi madre
o yo lo necesitamos. En fin, dúchate. Voy a comprar algunas cosas. Aquí tienes
un albornoz y hay toa-llas limpias en el cuarto de baño.
Óscar vio en la bañera champú y
sales de baño. La llenó y se metió dentro. “Qué gusto oler a perfume”, pen-só.
Al sumergirse en el agua caliente con tanta espuma se sintió en el paraíso.
Estaba tan relajado, que no se percató que hubiera pasado tanto tiempo cuando
escuchó a Íker.
—Sal del agua, que se te va a
arrugar la piel.
—Perdona, es que se está tan
bien. Se me había olvi-dado el placer que proporciona un baño como este.
—Tienes el café listo en la
cocina, vamos a desa-yunar. Te espero.
Óscar se secó con la toalla el pelo,
que le caía sobre sus hombros, y su larga barba. Se puso el albornoz y fue a la
cocina.
—He comprado comida suficiente
para estos días. Y ropa, calcetines y calzoncillos —le dijo el muchacho.
—Vaya. Muchas gracias, Íker
—balbució Óscar agradecido—. No merezco tanta atención por tu parte.
—No hay de qué.
—Bueno, no será mucho tiempo,
tengo planes.
—¿Planes?, ¿y qué planes son
esos?, ¿qué vas a hacer?
—Sí, solo estaré aquí hasta el
día 20. Por la mañana salgo para el extranjero con una ONG.
—¿Una ONG? —preguntó el chico
extrañado—. ¿Y eso?
—El director de la cárcel me ha
conseguido un hueco en un proyecto de Médicos Sin Fronteras. Me aconsejó ir con
ellos y, la verdad, me pareció estupendo. Es lo mejor para poder adaptarme a
una nueva vida y em-pezar a adquirir experiencia como médico.
—Óscar, no te das cuenta, te
están quitando de en medio para que no pidas una indemnización al Estado por el
error cometido por los jueces y la policía.
—¿Tú crees?
—¡Claro! Cuanto más lejos te
tengan, mejor para ellos.
—¿Sí? ¿Piensas que es por eso?
—No es que lo piense, es que
estoy seguro; puede que el director se haya dado cuenta de ese error.
—Entonces, debes decirle a tu
madre que venga a hablar conmigo, que traiga los papeles necesarios para que yo
pueda darle un poder…
—Lo haré, sin duda.
Los dos se quedaron callados y
pensativos. Pasados unos segundos, le dijo a su padre:
—Vamos, cómete el pan, está
tierno, y el café se en-fría.
Cuando los dos hombres acabaron
su desayuno, Íker se levantó de pronto.
—Te dejo, me tengo que ir. Mañana
vendrá mi ma-dre, que yo tengo clase. No
te vayas muy lejos de esta zo-na, aquí estás seguro —dijo apretándole el hombro
con la mano.
El joven se marchó y Óscar se
quedó probándose la ropa que le había comprado su hijo. También encontró una
mochila bastante cómoda para viajar.
Mirándose al espejo, se sintió el
hombre más afor-tunado del mundo; pensado en el muchacho se dijo que su madre
lo había educado muy bien. Era respetuoso, a pesar de todo lo que había
sufrido; se había convertido en buena persona, no había dudas de eso. Lágrimas
de emoción res-balaron por sus mejillas mezclándose con su barba. Se dijo a sí
mismo: “Qué pena no haber sabido nada de él, ni ha-ber estado a su lado cuando
nació. No haberle cuidado cuando era niño, no haber podido llevarlo al colegio,
qué pena por las noches que no he podido estar para haberle contado un cuento,
ni haber podido arroparlo antes de dormir”. Óscar era consciente ahora de lo
que se había perdido en los últimos veinte años.
Lentamente, guardó la ropa en la
mochila. Quitó las etiquetas y dejó un pantalón, una camisa, una chaqueta, un
jersey y los calcetines bien doblados en una silla, listos; aunque no iba a
salir, su hijo le había comprado todo lo necesario. Vio, además, en la mesilla
un par de periódicos, así que tenía lo suficiente para estar a gusto aquellos
tres días que tenía que estar en el piso. Se sentó cómodamente en el sofá, puso
la tele y, al cabo de un rato, se quedó dormido sin darse cuenta.
Íker, por la noche, habló con su
madre un poco turbado, no sabía cómo ella podía ser racional.
—Mi padre ya está fuera de la
cárcel, está en el piso y desea verte; se marcha el día 20 con Médicos Sin Fron-teras.
Llévate unos documentos, pues quiere firmarte un poder.
—¿Y eso? ¿Cómo ha sido?
—Mamá, esta noche tengo que
estudiar. Ve mañana y que él te lo cuente con todo detalle.
—Vale, hijo. No te molesto,
estudia —cortó Julia aturdida por la nueva información.
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