Capítulo 9
PUNTO DE
ENCUENTRO
La mañana del 20 de Febrero
amaneció fría.
Óscar recogió toda la ropa que su
hijo le había comprado, la metió en la mochila, tomó un café, recogió la cocina
y lo dejó todo limpio y ordenado. Dio una vuelta por aquella casa que había
sido su hogar durante tres días. Miró el dormitorio, pensó en su amada Julia y
comprobó que tras el tiempo que habían estado separados, veinte años, la seguía
queriendo. Sentía el amor en su corazón tan fuerte como el primer día, cuando
salía con aquella alo-cada chiquilla, ahora convertida en una mujer hermosa,
clásica en el vestir y muy elegante. La recordaba con la camiseta blanca ancha,
los pantalones vaqueros rotos y el collar de piedras que le gustaba llevar. Lo
que más sentía ahora es que su mirada fuera triste, que su corazón estu-viera
vacío. Qué fría sería su vida al lado del maldito con-table que la enamoró para
después maltratarla psicológicamente. Hizo una mueca de rabia, suspiró y salió
a la calle. Una placita era el punto de encuentro, un coche ven-dría a
recogerlo.
Él se preguntaba cómo sería la
organización de Mé-dicos Sin Fronteras. Vio que un vehículo blanco que se acercaba,
se paró a su altura y un hombre preguntó:
—¿Es usted Óscar?
—Sí, soy yo.
—Monte, le llevó al aeropuerto.
En dos horas Sali-mos para Haití.
Subió al coche y este se perdió
por una ancha ave-nida.
Un capítulo de su vida había
terminado, el próximo estaba en blanco y preparado para ser escrito. Dejó atrás
la cárcel, su condena había pasado. ¡Cuánto dolor tuvo que curtir su corazón!
Cuando entró en aquella maldita prisión fue el día más triste de su vida; ahora
estaba en la calle, salía después de tanto tiempo entre rejas, y tenía la obli-gación
de ir en busca de la ansiada libertad. Recordó la desolada mañana en la que
ingresó en ella; estaba solo, ignorando los duros días que le quedaban por
vivir. Sin embargo, este nuevo viaje lo hacía acompañado de una pa-reja, que ya
estaban dentro del vehículo: un joven moreno de unos treinta años y una joven
algo menor. Óscar la miró y vio unos ojos curiosos y ansiosos, se dio cuenta
que eran unos enamorados.
El joven se presentó:
—Me llamo Emilio.
—Yo me llamo Libertad —añadió la
chica.
—Yo soy Óscar —correspondió él.
Y se dijo para sus adentros:
“Libertad. Qué maravi-llosa palabra. Qué nombre más bonito y qué mirada más
curiosa”.
—¿En qué hospital has trabajado
antes? —interrogó ella.
A Óscar no le gustó la pregunta.
Era comprometida. Tenía que inventar algo que fuera convincente, no quería
decir que había estado en la cárcel. Miró a su alrededor tratando de inventar
un argumento que resultara creíble y lo encontró:
—Cuando yo tenía veinte años me
tocó en la lotería un gran premio. Mi madre me dijo que estudiara mucho y me
saqué cuatro carreras, la última, la de medicina. No tengo problemas, no me
faltará el dinero, pues contraté a una abogada que me administra muy bien mis
bienes, mi sustento cada año aumenta más. Así que… ¿para qué trabajar?
La joven no preguntó más. Se
conformó con aquella respuesta, pero Óscar se quedó con mal sabor de boca por
la mentira que había soltado. No le gustó, no estaba acos-tumbrado a hacerlo.
Siempre intentaba ser honesto e ir con la verdad por delante. Ahora la pareja
pensaría que era ca-prichoso y un malcriado, un niño de papá, en definitiva, un
ricachón.
Ya en el aeropuerto se
encontraron con el resto del grupo que formaría la expedición. Entre los
médicos y las enfermeras había un hombre más mayor, parecía ser quien dirigía.
—¿Usted es Óscar Ruipérez?
—Sí, soy yo.
—No ha practicado la medicina,
pero veo que tiene otros estudios.
—Sí, he estudiado psicología,
economía y derecho.
—Usted irá con el grupo C. Los
del grupo A tenemos que determinar la gravedad cuando lleguemos. Hay epidemia,
aunque la prensa ya no escriba nada, ni la televisión apenas ofrezca noticias.
Venga, vayan factu-rando el equipaje —comentó el hombre dirigiéndose al grupo—.
Nos espera un largo viaje.
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