viernes, 26 de febrero de 2016

MI SECRETO ES MI CONDENA

Capítulo 3

ÍKER VISITA LA CÁRCEL

Semanas después, Íker fue a la cárcel sin decírselo a su madre. Tenía los datos que ella le había dado y quería ver a aquel hombre que, supuestamente, debía ser su pa­dre. Un guardia lo llevó a la misma sala donde su madre habló con él.
En la mesa el carcelero puso un vaso de agua mien­tras Íker, esperando, observaba por la ventana, hasta que sintió que a su espalda la puerta se abría con lentitud y sentaban al preso.
Óscar se preguntaba quién sería aquel hombre que estaba de pie y por qué quería verle, si él no lo conocía. Le pareció que tenía miedo de volverse y mirarle. Cuando al fin el chico se giró, no tuvo que preguntar. Era el vivo retrato de Julia cuando era joven.
Se acercó a la silla donde Óscar estaba sentado con sus dos manos esposadas y le preguntó:
—¿No sabes quién soy?
—No —respondió él.
—Mi madre dice que soy tu hijo, el hijo del asesino de una adolescente indefensa.
—No soy un asesino, tu madre no quiere entenderlo. —La sorpresa y aflicción se reflejaron en el rostro de Óscar sin que pudiese evitarlo—. Si pensara en la noche del crimen y mirase el informe de la autopsia de la niña, se daría cuenta que digo la verdad, que soy inocente; que a la hora que mataron a la pequeña, ella y yo estábamos aún juntos en el hotel de carretera, al lado de la gasolinera. Yo dejé a tu madre a las siete de la mañana en la puerta de su casa y a la chica la mataron entre las diez y las dos de la madrugada del 24 Marzo.
—Si es como dices —dijo Íker—, y estás tan seguro, ¿por qué no mandaste llamar a mi madre para que atesti­guara a tu favor en el juicio?
—No lo hice porque no quería implicarla en un caso tan desagradable. No quería que sufriera. Al testificar se vería obligada a reconocer que aquella noche habíamos dormido juntos y eso hubiese sido muy doloroso, para ella y para su familia.
Con rabia, el chico gritó:
—¡Maldito! ¡Y mil veces maldito! ¿Cómo puedes hablar así? Por tú culpa; echaste a mi madre en brazos de ese miserable contable. Y a mí no me habría dado sus odiosos apellidos ese mal nacido que tanto daño nos está haciendo a ella y a mí. ¡Cómo te detesto! ¿En qué pen­saste, estúpido desgraciado?
—Lo siento, no sabía nada de ti —dijo Óscar conmocionado—, no sabía que tú nacerías. Yo solo quería mantener a tu madre alejada de esta suciedad de la que me acusaron. Cuando la dejé aquella mañana en la puerta de su casa, yo me tenía que ir, un asunto me requería en otra ciudad, y al pasar por el barranco del lobo negro se pinchó la rueda de mi coche y la cambié en el arcén; me fumé un par de cigarrillos y tiré las colillas al borde del precipicio. Esas son las pruebas que me inculpan y otra prueba en contra de mí, un hombre que me brindó su ayuda. ¡Cómo iba yo a saber que en aquel lugar había una joven muerta! El testigo dijo cómo era el color de mi coche y el modelo. Todo me inculpaba y me encarcelaron. El resto… ya lo sabes.
—¡No imaginas cómo te desprecio!
—No puedo decirte nada, muchacho. Estás en tu derecho de odiarme y detestarme. Lo único que siento es mucho dolor y no espero ser respetado por ti, solo me­rezco eso, tu desprecio. No sabes la pena que me da no haber sabido de ti antes. Todo esto no hubiese pasado, lo siento.
—Pero cómo lo ibas a saber, si mi madre nunca tuvo noticias tuyas.
Íker vio cómo los ojos de Óscar se llenaban de lágrimas y cómo su rostro reflejaba una expresión de tris­teza, que cada vez se hacía más patente. Eso lo enfureció aún más. Era un joven muy impulsivo y fue incapaz de contener su grito de rabia:
—¡¡Aaaahhhh!!
Cogió el vaso de agua que había en la mesa, lo es­tampó contra la pared y el líquido quedó derramado por toda ella. El guardia entró a toda prisa.
—¿Qué está pasando aquí dentro? —gritó.
Óscar se levantó.
—No pasa nada. He tirado el vaso de agua.
—¡Basta ya de echarte las culpas de lo que tú no has hecho! —exclamó Íker.
—Joven, usted se marcha ahora mismo —dijo el guardia preocupado por la escena que estaba viviendo.
Íker salió de la sala a toda prisa, sintiendo malestar en su corazón.
Óscar se sentó de nuevo en la silla. Era un hombre fuerte y la cárcel lo había endurecido más aún, los demás presos aprendieron a respetarlo. Pero ahora, se sentía indefenso, sin fuerzas. Aquella noticia de que tenía un hijo y el odio que el joven le había demostrado, le hizo sentirse verdaderamente mal.
 El guardia, que se dio cuenta cómo había cambiado su rostro, pues lo tenía blanco, pensó que estaba a punto de desmayarse.
—¿Lo llevo a la enfermería? —preguntó—. Está muy pálido. ¿Se siente bien?
—No se preocupe por mí, estoy bien. ¿Puedo ir a la sala de la televisión? Quiero estar a solas un rato.
—Bien, le quito las esposas.
Ya libre de ellas, se sentó en una mesa de lectura con la mirada perdida; quizás estaba viajando a un pasado lejano. Un preso se le acercó y le comentó, sacándolo de sus pensamientos:
—Dicen todos aquí que eres inocente, y en la cárcel hay muchos, pero yo sí que soy culpable. Yo maté al amante de mi mujer. Le clavé veinte veces el cuchillo hasta que cayó al suelo desplomado. Dejé a la zorra de mi mujer sin su amante. Y, ¿sabes qué?, me gustó hacerlo, verlo morir; me produjo un inmenso placer. Seguro que a ti también te gustó matar a aquella adolescente. Ese tierno bomboncito, con sus pechos pequeñitos y dulces como la miel. ¿Te gustó echarle las manos al cuello a tan indefensa mujercita?
—¡Maldito, calla ya! A quien le voy a echar las manos al cuello es a ti. ¡Repugnante escoria! ¡Mal nacido! ¡Asesino!
Óscar se abalanzó sobre el preso y con la rabia que le había producido su comentario, le dio varios puñetazos en la cara. Los guardias, cuando se dieron cuenta del en-frentamiento, corrieron hacia ellos.
—¡Basta ya de peleas! —dijo uno separando a los dos hombres.
Óscar fue llevado a su celda y el otro preso al des-pacho del director. Este, de pie tras su mesa, dijo al preso, enfadado:
—¿En qué estabas pensando, Lucio? En vez de des-cubrir la verdad, como te dije que hicieras, le pones ner-vioso y termináis a puñetazo limpio.
—Perdone, metí la pata. Lo siento, señor.
—¿Cómo se supone que ibas a descubrir lo que yo quería si no te acercas con delicadeza? Y encima vas y le llamas “asesino de adolescentes”. De esa manera no se puede llegar a su alma, ni hallar nada de su pasado.
—Lo siento. Lo siento, señor director.
—¡Guardias! Llevaos a esta escoria de mi vista. No quiero verlo más delante de mí.
Cuando sacaron al preso, el director llamó al celador que trabajaba con Óscar.
—Quiero que me digas todo lo acontecido con el preso 502.
—Ha recibido dos visitas —respondió este—: una hace unas semanas y hoy mismo, otra. La primera fue una mujer y hoy un joven. Es todo.
—¿Cómo reaccionó el preso con esas dos visitas? —preguntó el director.
—Con la mujer fue muy raro. Ella le gritó una y otra vez y salió corriendo. Fue cuando él pidió verle, señor. Con el joven ha sido muy desagradable. El muchacho era violento, lo cogió por la solapa de la camisa y tiró un vaso contra la pared. Después, gritó enfurecido, aunque no sé por qué. El preso quedó pálido, sin fuerzas, lo llevé a la sala de la televisión y pasó lo de la pelea con Lucio. Me quedé sorprendido con ambas visitas. Eso fue todo, señor.
—Bien, muchacho. Puedes retirarte.
El director, seguro de que había una conexión entre Julia y Óscar, marcó el número de ella, que respondió al otro lado del teléfono.
—Dígame.
—Hola Julia, soy José Gutiérrez —le dijo—. Nece­sito hablar con usted lo antes posible.
—¿Tan urgente es?
—Sí.
—Entonces, no se preocupe, dentro de media hora estaré en su despacho sin falta.
Al director, la media hora le pareció un siglo. Mi­raba aquel reloj de pie que había en el despacho. “¿De dónde habrá salido?”, se preguntó. El artilugio impresio­naba: era muy antiguo, de madera tallada, con el péndulo de bronce que iba y venía. Jamás se había parado a mirarlo con detenimiento. “Pocos relojes quedarán como este en España, y menos en una cárcel. Cuánto trabajo con aquella madera torneada dándole vueltas al reloj.”
Llamaron a la puerta.
—Señor director —comentó un hombrecillo al aso­marse—, la señora Martín está aquí.
—Hágala pasar, por favor.
Julia entró y él le indicó que tomara asiento, dándole la mano con un saludo cordial.
—Buenos días, señor director.
—No me llame así. Llámeme por mi nombre, por favor. Quiero saber cómo le fue la entrevista con el preso 502.
—Sí, quería mandarle por escrito mi renuncia a ocu­parme de la revisión de la condena del preso Óscar Ruipérez —respondió ella.
El hombre la miró fijamente y preguntó muy intere­sado:
—¿Y eso por qué?
—No deseo tener nada que ver con ese hombre. Me repugna.
—Bien, Julia. Pues ahora quiero que me cuente qué tienen en común usted y él, y no quiero que me mienta. No se preocupe por lo que diga, sus palabras quedarán guarda­das aquí, en este despacho; nadie va a enterarse de lo que usted me cuente. Ah, también pongo en su conocimiento la decisión del preso 502: ha renunciado a usted y no quiere que vuelva a visitarlo más.
—¿Ha renunciado?
—Sí, y además ahora dice que es culpable y que no quiere que le revisen la condena. Después de veinte años ha cambiado de versión y, como ve, eso para mí no tiene mucho sentido. Sobre todo cuando el cambio viene a raíz de su visita. Eso me hace pensar que ya se conocían de antes. ¿Es eso cierto o son solo suposiciones mías? Y le digo más: el preso ha tenido hoy otra visita. La de un joven.
—Esa visita, creo que sé de quién se trata —dijo ella aturdida.
—¿De quién, Julia?
—De mi hijo.
—Vale. Entonces, ¿me puede usted contar cómo y de qué conocía al preso?
—Mire usted, señor, es un secreto mantenido durante veinte años. Yo salía con él, estábamos muy enamorados. La noche que mataron a aquella chica estuvi­mos en un hostal en la carretera los dos juntos. Era muy joven, y lo quería con locura. Al amanecer del 24, hacia las siete de la mañana me dejó cerca de mi casa. Se mar­chó diciéndome que volvería a por mí y, sin embargo, me quedé esperándolo, pues él nunca regresó. Cinco horas después encontraron el cadáver de esa pobre chica en el fondo del Barranco del Lobo Negro. El resto ya lo sabe. Ahí tiene al asesino de la adolescente.
El director escuchó la historia con detenimiento.
—Muchas gracias, Julia —dijo—. No tiene que preocuparse por su secreto, de esta sala nunca saldrá nada de lo que usted me ha contado, se lo aseguro.
El hombre esperó a que ella saliera del despacho, se sentó de nuevo y consultó en su ordenador el caso. Fue mirando una y otra vez, y no vio nada nuevo, solo las pruebas que incriminaban a Óscar. Examinó el expediente minuciosamente hasta llegar a la autopsia, donde leyó que Laura murió entre las diez y las dos de la madrugada del 24 de Marzo. Lo raro es que, si Julia le había dicho que Óscar estuvo con ella aquella noche, él no podía ser el asesino de Laura. No, no podía serlo. Óscar tenía razón… pero ¿por qué no llamó a Julia para que testificara a su favor?
José Gutiérrez sintió entonces cómo le sudaba la frente. Si el preso demandaba, probablemente el estado ten­dría que pagar una gran indemnización. Una buena cantidad por aquel error cometido.
Miró con detenimiento todas las pruebas. Todas acusaban a Óscar: el ADN en el cigarrillo encontrado en el borde del barranco, las huellas de las ruedas marcadas en la tierra donde arrojaron a la chica y, además, un testigo lo reconoció y dijo cómo era el color del coche de Óscar. La declaración escrita de él atestiguaba que estuvo cambiando una rueda allí mismo y que, en aquel lugar, había fumado dos cigarrillos. ¡Maldita broma le había jugado a Óscar Ruipérez el destino!


domingo, 21 de febrero de 2016

MI SECRETO ES MI CONDENA

Capítulo 2

JULIA VISITA LA CÁRCEL

El lunes por la mañana, Julia se vistió con un traje de chaqueta gris con reflejos marrones, muy sobrio, y con una camisa blanca. Como siempre, el pelo recogido con un pasador, bolso y zapatos negros. Francamente delicada y elegante.
Condujo su coche hasta la cárcel, aparcó y se dirigió a la entrada, decidida a realizar su labor.
—Me llamo Julia Martín —se identificó ante los guar­dias—. El director me ha citado para que visite a un preso.
—El director no está, pero ha dejado el historial que usted necesita —respondió el agente—. Un celador la llevará a ver al recluso.
El agente llamó a otro compañero.
—Acompaña a la señora. Tiene que ver al preso 502.
El guardia llevó a Julia a una sala donde había una mesa vacía. Ella dejó el historial sobre la misma, y miró por un ventanal estrecho y alargado que daba a un patio bastante pequeño; fuera no había nadie paseando. Sintió que abrían la puerta, pero no se giró, siguió observando el exterior.
El recluso era un hombre alto, de pelo largo y barba; esta cubría bastante su rostro. Lo hicieron sentarse y Julia se volvió. Cuando aquel hombre la vio, abrió los ojos pero su boca permaneció cerrada, sin pronunciar palabra. A continuación, él bajó ligeramente la cabeza, impidiendo que ella viese su agónica mirada.
Ella, con firme voz, le dijo:
—Me llamo Julia Martín. Soy su nueva abogada y estoy aquí para revisar su condena. No me gusta usted, ni me gusta trabajar para un asesino de adolescentes, pero me lo han encargado y me debo a mi trabajo.
Él no habló. No quería que ella lo reconociera… pero Julia pronto lo sabría, cuando abriera su expediente y leyese su nombre.
¡Qué broma más macabra le estaba jugando el destino!
Ella miró el documento y lo vio: Óscar Ruipérez; se puso la mano en la boca para no gritar y, sin decir nada, ni una sola palabra, se fue hacia él y lo cogió por la solapa de su camisa.
—¡Maldito y mil veces maldito! Te alejaste de mí sin decir nada. Te esperé un día y otro. ¡Y te dedicaste a ma­tar adolescentes! ¡No me digas que eres inocente, porque todas las pruebas te culpan! ¡Eres un miserable asesino!
Él, con un gran dolor en el corazón, que por momentos le palpitaba más y más deprisa, se quería morir cada vez que ella le golpeaba el pecho con la rabia contenida por su intenso odio y desconsuelo.
Habló muy despacio, mirándola a los ojos, viendo el brillos de las lágrimas que se resistían a salir.
—Yo no maté a aquella niña. Puede que tú no me creas, pero te juro que yo no lo hice. No, Julia, no lo hice.
—¡¿Cómo que no?! Dejaste tu huella en el lugar del crimen, en una colilla tu ADN te delata, el testigo te vio y te reconoció. No voy a revisar tu condena, no podría estar viéndote, porque siento tanto odio hacia ti que… ¡No! ¡Renuncio, maldito asesino!
Julia cogió el bolso y salió deprisa, sin mirar atrás. Mientras, el guardia observaba extrañado a aquella mujer que, corriendo, atravesó el pasillo sin dar explicaciones.
Una vez dentro del coche, se quedó sentada con la cabeza sobre el volante. Lloraba amargamente, y estuvo así por un buen rato, luego sacó un pañuelo del bolso para secárselas lágrimas.
—¿Por qué? —se decía—. ¿Por qué, Dios mío, después de veinte años me encuentro de nuevo con él?
Había hallado a quien fue su joven amante, el que le había prometido amor sincero para toda la vida, y se había marchado aquella mañana, de su única noche de amor con ella… para matar a una indefensa adolescente.
Llamó a su oficina y le dijo a su secretaria, que le respondía al otro lado del teléfono:
—Carolina, me voy a tomar el día libre; si hay una urgencia me llamas, voy a estar en casa.
—De acuerdo, Julia, así lo haré. Adiós.
Cuando su amargado marido llegó al mediodía, solo recibió reproches.
—Te llamé a tu oficina y no estabas. ¿Qué tripa se te ha roto para no ir a trabajar?
—No acudí porque no me apetecía.
—¿Y desde cuándo no te apetece ir a tu despacho con lo eficiente que tú eres?
—Basta ya de controlarme, Ramón. Basta ya de controlarme a todas horas. ¡Basta ya!
Y Julia, casi fuera de sí y conteniéndose a duras pe­nas, decidió irse para la cocina.
Por la tarde llegó su hijo Íker y lo primero que ella hizo fue ir  a hablar con él en su habitación. El chico, extrañado, le preguntó:
—¿Qué te ocurre, mamá? Te encuentro nerviosa.
—Quiero hablar contigo de un asunto.
—Tú dirás, ¿qué es eso tan importante que tienes que decirme?
—Hace mucho tiempo que no me preguntas por tu verdadero padre.
—Sí, hace mucho. Me cansé de hacerlo porque nunca me dabas respuestas…
—Pues hoy tengo una noticia y una respuesta que darte. Yo nunca he sabido de él. Nada. Ni de su trabajo, ni de su vida. Se marchó de mi lado y nunca supe nada, hasta hoy.
—¿Qué quieres decir, mamá? ¿Ha vuelto ahora, después de tantos años?
—No, hijo, no ha vuelto. Pero tú me dices siempre que, cuando tenga noticias, te las cuente, sean buenas o malas.
—Sí, mamá, claro que quiero saber dónde está o qué ha sido de él. ¿Dónde lo has encontrado?
—En la cárcel.
—¿En la cárcel?
—Sí, hijo mío. Me contrataron para revisar una condena, y cuál fue mi sorpresa cuando descubrí que tu padre era el asesino.
—¿Un asesino de verdad? —expresó el joven, en un estado de agitación y nerviosismo.
—Yo no sabía nada, hijo, él se marchó y nunca supe más de él. De eso hace veinte años. Me hubiera gustado no haberte dado esta mala noticia.
El joven se sentó. Aquello le había pillado desprevenido.
Julia salió del cuarto con su corazón dolorido, no podía cambiar el destino, ni suavizar lo que su hijo sentía en aquel preciso momento.

 En la cárcel, Óscar Ruipérez pidió cita con el director en su despacho.
—Ya no deseo que me revisen la condena —dijo una vez situado ante la mesa—. Y, menos aún, esa abogada; no la quiero ver más por aquí. Soy culpable de todo, yo maté a esa niña y no quiero salir de aquí.
El director, incrédulo por lo que escuchaba, no comprendía cómo era posible, cuando el preso llevaba veinte años diciendo que era inocente y que la justicia había cometido un grave error con él.
“Un hombre no cambia esa versión, si no es por una razón más poderosa que su propia vida”, se dijo a sí mismo.
Lo vio alejarse, triste y abatido. Se dio cuenta que aquel hombre había cambiado su actitud, sin duda dentro de él se escondía un secreto. El director se decía que ese cambio había tenido lugar a raíz de ver a Julia.
“¿Por qué?”, se preguntaba una y otra vez.

Tenía que llegar hasta el fondo de toda aquella situación. Saber por qué Óscar había cambiado tan de repente.

viernes, 12 de febrero de 2016

MI SECRETO ES MI CONDENA.



Capítulo1

LA FIESTA DEL ALCALDE


Diciembre del 2010

Cada año por Navidad las empresas invitaban a sus empleados a un almuerzo o cena. Así celebraban las fiestas y daban por cerrado, simbólicamente, el año que estaba a punto de terminar. De esta manera tan peculiar, cada gremio pasaba por los principales restaurantes de la ciudad.
Una de esas reuniones la realizaba el alcalde en el Ayuntamiento. Entre los invitados se contaba con la presencia, entre otros, del jefe de policía y del director de la cárcel, la cual se encontraba a treinta kilómetros de la capital. A esa fiesta fue invitada una abogada llamada Julia Martín. Una mujer de unos treinta y siete años, y casada. Su marido era contable en una pequeña banca. Tenía una hija de él y un hijo de una relación anterior. Julia era una mujer alta y elegante, su piel era blanca y en su rostro se dibujaban unas finas arrugas. Y en su mirada se reflejaba una gran tristeza que ella intentaba disimular con una bella sonrisa. Ante el espejo, poniéndose un collar de delicadas perlas blancas, su marido le dijo, agrio como siempre:
—No sé por qué te habrán invitado a esta horrible fiesta de políticos. ¿Qué se te ha perdido a ti allí?
—Ignoro el motivo, pero creo que es de buena educación corresponder aceptándola. Como también lo sería, por tu parte, no mostrar tan a menudo ese mal genio, que es a lo que me tienes acostumbrada.
—Te has vestido como una diva con ese traje negro marcándote las curvas —expresó él malintencionada­mente—. ¿A quién quieres engañar? O mejor dicho, ¿a quién quieres gustar, para después tirártelo?
Julia no quiso caer en sus provocaciones. No era la primera vez que su marido la insultaba y, aquella noche, prefería no discutir. Tenía mucha curiosidad, por tan extraña invitación.

Cuando llegó al Ayuntamiento, vio que el cóctel ya se estaba sirviendo. La gente charlaba muy animada y los camareros pasaban bandejas llenas de apetitosos manjares. Uno de ellos, al pasar, les ofreció una copa, y ella cogió una de vino tinto, al igual que su marido. Las señoras lucían sus mejores galas y los hombres, traje y corbata. Julia al que mejor conocía era al comisario de policía. Este, al verla, se acercó, dándole las buenas noches.
—Julia, gracias por venir —dijo besándola en las mejillas y se dirigió al marido, ofreciéndole la mano a modo de saludo—: Perdone, no le importa si le robo a su mujer un momento, ¿verdad?
El marido de Julia negó con la cabeza y ella acompañó al comisario.
—Voy a presentarte a una persona que tiene interés en conocerte. Es el caballero que está conversando con el alcalde. Su nombre es José Gutiérrez y es el director de la cárcel.
Ella observo al caballero que su acompañante le mostraba, el cual era un hombre alto, muy bien vestido con un traje azul oscuro y una camisa blanca, la corbata en un tono azul más claro, su pelo negro, y de penetrante mirada. “Un hombre muy atractivo”, pensó Julia.
Al llegar donde estaba, ella extendió su mano y sonriendo dijo:
—Mucho gusto en conocerlo, señor.
—El gusto es mío, señora Martín —expresó con voz ronca.
Ambos sonrieron.
—Quería hablar con usted. ¿Me acompaña?
—Por supuesto —aceptó a la vez que se excusaba con el comisario.
Una vez solos, en un lugar donde podían charlar sin ser molestados, el hombre le dijo a Julia:
—Señora, la he hecho venir esta noche para preguntarle si estaría usted dispuesta a revisar un caso, una condena. Es un asunto delicado; en aquel tiempo, todo un escándalo. Uno de esos casos que son llamados “de alarma social”; fue terrible, la verdad, todo el mundo quedó consternado. Hace ya veinte años de aquello, aun así estoy seguro que lo recordará.
Julia le miraba, escuchando con atención.
—La cuestión es que hay que revisar la condena, y mi deseo es que ese hombre no salga aún de la cárcel, porque cuando la prensa se entere y la familia hable del caso, seguro que protestarán por su excarcelación y esto generará nuevamente alertas sobre el tema.
—¿Qué crimen cometió ese hombre? —preguntó Julia más interesada.
El director se llevó la mano a su corbata, tratando así de buscar un punto de apoyo.
—Seguro que usted se acuerda —dijo—. Fue el caso de una adolescente a la que violaron y asesinaron cerca de aquí. Se llamaba Laura Ruiz.
—Sí, claro que lo recuerdo. La asesinaron en el Barranco del Lobo Negro, detrás de esas montañas. Yo vivía allí, con mi madre y mis tías; tenía la misma edad que ella.
—La cuestión es que, ese hombre, todavía jura, por activa y por pasiva, que es inocente. En veinte años no ha reconocido un solo día que fuese el autor del crimen. En este tiempo ha estudiado cuatro carreras, entre ellas, claro está, Derecho. Yo he analizado su historial y a mí me parece que todas las pruebas demuestran su culpabilidad: el ADN en una colilla encontrada al borde del precipicio, el coche blanco, que un testigo que afirma haberlo visto en el lugar, aunque el preso se excuse diciendo que se paró al borde del barranco para cambiar una rueda; esa persona dice que se acercó, le preguntó si necesitaba ayuda y él le dijo que no.
La abogada escuchaba cada detalle.
—No sé de qué manera se puede evitar que salga —afirma—. Ha pasado más años en la cárcel de lo debido, puesto que por cada carrera le corresponde una rebaja de unos meses y no se la hemos concedido; la última que ha realizado es la de Medicina. No sé por qué estudia alguien para salvar vidas, cuando anteriormente las ha quitado.
—Usted dice que ese hombre ha estudiado para reducir su condena. Pero ¿por qué médico? —preguntó Julia.
—No lo sé. No sé por qué. Sea como fuera, mi intención es que usted haga lo posible para que ese hombre no salga de prisión.
—Entiendo, pero él ha cumplido su condena. Hemos de comprender que ya ha saldado su cuenta ante la justicia.
—Sí, señora, es cierto lo que dice, pero los periodis­tas están siempre al acecho. Las televisiones, la familia… cuando se entere, sin duda, habrá un linchamiento mediático. ¿Cree usted que la sociedad le ha perdonado? ¿Que la familia le ha perdonado? No, Julia. Irán a todos los medios, sabrán cómo vender otra vez esta historia. Él tiene que seguir donde está. Julia, usted debe revisar el caso con detenimiento, fleco por fleco, para hallar la manera de evitar que salga libre.
Julia quedó contrariada tras la conversación. Pen­saba que, después de veinte años, el recluso tenía derecho a salir. Su deuda con la justicia y con la sociedad estaba liquidada. No le gustó que le ofrecieran el caso, pero sentía mucha curiosidad y eso la hizo aceptar.
—Si usted puede, vaya el lunes a ver al preso. Pregúntele, escuche qué dice y valore los puntos de su condena, analice todo lo que venga de él. —Hizo un alto y cambio de tema—. Pero ahora, vayamos con los demás y disfrutemos de la noche.
Julia fue a buscar a su marido. A este se le notaba enfadado por la excesiva espera. Tomaron una copa y se despidieron dando las buenas noches, excusándose por tener que irse pronto. De vuelta, Ramón Rojas, su marido, volvió a provocar a Julia:
—¿Qué tal con el director? ¿Ya habéis quedado para ir a la cama?
—¿Por qué me insultas? —respondió ella indig­nada—. Sabes muy bien que con ese hombre no tengo nada, que solo se trataba de una cuestión de trabajo. Siempre insinuando, ¿no te cansas una y otra de vez lo mismo? ¿Cuándo vas a hacer callar tu lengua malévola en contra de mí?

Ella no dijo nada más, no deseaba discutir, solo quería pensar en el trabajo que tenía por delante, centrarse en sus cosas. Sabía que su marido había adquirido el hábito de despreciarla, y que lo mejor era guardar silencio y hacer oídos sordos a lo que él dijera.

miércoles, 10 de febrero de 2016

DOS DÍA Y TRES NOCHES

María González Pineda, se adentra de lleno en el género erótico, haciéndonos vibrar en cada párrafo con estos dos relatos.
DOS DÍAS Y TRES NOCHES, es el relato que da nombre al libro.
Evelyn es una guapa mujer de 26 años.
Pasaba su vida aburrida hasta que una noche encontró un hombre que le hizo conocer un mundo de sexo y lujuria al que no estaba acostumbrada. Esta situación, le hace darse cuenta de que tiene un fiera dormida, escondida, hambrienta de sexo. Ya no le importaba su vida, solo quería ser la amante de un hombre mayor que ella. Vive loca por él y solo le importa pasar con él dos días y tres noches.

LOS SUEÑOS ÍNTIMOS DE ELOÍSA
Eloísa Román era una mujer bella y joven, centrada en su trabajo. Vivía de la moda; el sexo no le interesa.
Durante sus vacaciones, viaja a la playa donde descubre a un joven guapo y moreno. Él ni siquiera se ha fijado en ella, pero la joven cada noche se abandona en sueños con él, cae rendida en los brazos eróticos de Morfeo, a su lado.

martes, 2 de febrero de 2016

PRIMER PREMIO DE POESÍA COÍNVERSANDO.


Primer premio de poesía coinversando años 2014   



Vuela el viento enamorado,
recorre las calles estrechas.
En las plazas suspiro moro,
  que las viejas piedras callan.


Bajo el azul del cielo.
Desde la torre más alta,
contempla el suave vuelo,
de las águilas enamoradas.


En tus bellos huertos.
Los naranjos se visten de plata.
El quejido del viento va embriagando,
de perfumen de albahaca.


Del embrujo de tus tierras.
Corre corrientes subterráneas
En tus fuentes brota el agua.
Con brillos del esmeralda.


En Coín nacieron poetas,
que bebieron de tus aguas.
Tú le regalaste inspiraciones,
de esas que llegan al alma.

Corre el viento por los callejones.
Llevando historias macabras.
Cintada por los mayores,
junto al fuego cerca de las brasas.


Entre tomillos y romero,
esta la ermita más blanca,
esperando a ver los devotos.
Con su virgen de la Fuensanta.

        
 Las estrellas velan tu sueños.
La aurora te baña cada mañana.
El sol aparece por el horizonte,
y te despiertan las campana.


  Autora María  González Pineda