viernes, 26 de febrero de 2016

MI SECRETO ES MI CONDENA

Capítulo 3

ÍKER VISITA LA CÁRCEL

Semanas después, Íker fue a la cárcel sin decírselo a su madre. Tenía los datos que ella le había dado y quería ver a aquel hombre que, supuestamente, debía ser su pa­dre. Un guardia lo llevó a la misma sala donde su madre habló con él.
En la mesa el carcelero puso un vaso de agua mien­tras Íker, esperando, observaba por la ventana, hasta que sintió que a su espalda la puerta se abría con lentitud y sentaban al preso.
Óscar se preguntaba quién sería aquel hombre que estaba de pie y por qué quería verle, si él no lo conocía. Le pareció que tenía miedo de volverse y mirarle. Cuando al fin el chico se giró, no tuvo que preguntar. Era el vivo retrato de Julia cuando era joven.
Se acercó a la silla donde Óscar estaba sentado con sus dos manos esposadas y le preguntó:
—¿No sabes quién soy?
—No —respondió él.
—Mi madre dice que soy tu hijo, el hijo del asesino de una adolescente indefensa.
—No soy un asesino, tu madre no quiere entenderlo. —La sorpresa y aflicción se reflejaron en el rostro de Óscar sin que pudiese evitarlo—. Si pensara en la noche del crimen y mirase el informe de la autopsia de la niña, se daría cuenta que digo la verdad, que soy inocente; que a la hora que mataron a la pequeña, ella y yo estábamos aún juntos en el hotel de carretera, al lado de la gasolinera. Yo dejé a tu madre a las siete de la mañana en la puerta de su casa y a la chica la mataron entre las diez y las dos de la madrugada del 24 Marzo.
—Si es como dices —dijo Íker—, y estás tan seguro, ¿por qué no mandaste llamar a mi madre para que atesti­guara a tu favor en el juicio?
—No lo hice porque no quería implicarla en un caso tan desagradable. No quería que sufriera. Al testificar se vería obligada a reconocer que aquella noche habíamos dormido juntos y eso hubiese sido muy doloroso, para ella y para su familia.
Con rabia, el chico gritó:
—¡Maldito! ¡Y mil veces maldito! ¿Cómo puedes hablar así? Por tú culpa; echaste a mi madre en brazos de ese miserable contable. Y a mí no me habría dado sus odiosos apellidos ese mal nacido que tanto daño nos está haciendo a ella y a mí. ¡Cómo te detesto! ¿En qué pen­saste, estúpido desgraciado?
—Lo siento, no sabía nada de ti —dijo Óscar conmocionado—, no sabía que tú nacerías. Yo solo quería mantener a tu madre alejada de esta suciedad de la que me acusaron. Cuando la dejé aquella mañana en la puerta de su casa, yo me tenía que ir, un asunto me requería en otra ciudad, y al pasar por el barranco del lobo negro se pinchó la rueda de mi coche y la cambié en el arcén; me fumé un par de cigarrillos y tiré las colillas al borde del precipicio. Esas son las pruebas que me inculpan y otra prueba en contra de mí, un hombre que me brindó su ayuda. ¡Cómo iba yo a saber que en aquel lugar había una joven muerta! El testigo dijo cómo era el color de mi coche y el modelo. Todo me inculpaba y me encarcelaron. El resto… ya lo sabes.
—¡No imaginas cómo te desprecio!
—No puedo decirte nada, muchacho. Estás en tu derecho de odiarme y detestarme. Lo único que siento es mucho dolor y no espero ser respetado por ti, solo me­rezco eso, tu desprecio. No sabes la pena que me da no haber sabido de ti antes. Todo esto no hubiese pasado, lo siento.
—Pero cómo lo ibas a saber, si mi madre nunca tuvo noticias tuyas.
Íker vio cómo los ojos de Óscar se llenaban de lágrimas y cómo su rostro reflejaba una expresión de tris­teza, que cada vez se hacía más patente. Eso lo enfureció aún más. Era un joven muy impulsivo y fue incapaz de contener su grito de rabia:
—¡¡Aaaahhhh!!
Cogió el vaso de agua que había en la mesa, lo es­tampó contra la pared y el líquido quedó derramado por toda ella. El guardia entró a toda prisa.
—¿Qué está pasando aquí dentro? —gritó.
Óscar se levantó.
—No pasa nada. He tirado el vaso de agua.
—¡Basta ya de echarte las culpas de lo que tú no has hecho! —exclamó Íker.
—Joven, usted se marcha ahora mismo —dijo el guardia preocupado por la escena que estaba viviendo.
Íker salió de la sala a toda prisa, sintiendo malestar en su corazón.
Óscar se sentó de nuevo en la silla. Era un hombre fuerte y la cárcel lo había endurecido más aún, los demás presos aprendieron a respetarlo. Pero ahora, se sentía indefenso, sin fuerzas. Aquella noticia de que tenía un hijo y el odio que el joven le había demostrado, le hizo sentirse verdaderamente mal.
 El guardia, que se dio cuenta cómo había cambiado su rostro, pues lo tenía blanco, pensó que estaba a punto de desmayarse.
—¿Lo llevo a la enfermería? —preguntó—. Está muy pálido. ¿Se siente bien?
—No se preocupe por mí, estoy bien. ¿Puedo ir a la sala de la televisión? Quiero estar a solas un rato.
—Bien, le quito las esposas.
Ya libre de ellas, se sentó en una mesa de lectura con la mirada perdida; quizás estaba viajando a un pasado lejano. Un preso se le acercó y le comentó, sacándolo de sus pensamientos:
—Dicen todos aquí que eres inocente, y en la cárcel hay muchos, pero yo sí que soy culpable. Yo maté al amante de mi mujer. Le clavé veinte veces el cuchillo hasta que cayó al suelo desplomado. Dejé a la zorra de mi mujer sin su amante. Y, ¿sabes qué?, me gustó hacerlo, verlo morir; me produjo un inmenso placer. Seguro que a ti también te gustó matar a aquella adolescente. Ese tierno bomboncito, con sus pechos pequeñitos y dulces como la miel. ¿Te gustó echarle las manos al cuello a tan indefensa mujercita?
—¡Maldito, calla ya! A quien le voy a echar las manos al cuello es a ti. ¡Repugnante escoria! ¡Mal nacido! ¡Asesino!
Óscar se abalanzó sobre el preso y con la rabia que le había producido su comentario, le dio varios puñetazos en la cara. Los guardias, cuando se dieron cuenta del en-frentamiento, corrieron hacia ellos.
—¡Basta ya de peleas! —dijo uno separando a los dos hombres.
Óscar fue llevado a su celda y el otro preso al des-pacho del director. Este, de pie tras su mesa, dijo al preso, enfadado:
—¿En qué estabas pensando, Lucio? En vez de des-cubrir la verdad, como te dije que hicieras, le pones ner-vioso y termináis a puñetazo limpio.
—Perdone, metí la pata. Lo siento, señor.
—¿Cómo se supone que ibas a descubrir lo que yo quería si no te acercas con delicadeza? Y encima vas y le llamas “asesino de adolescentes”. De esa manera no se puede llegar a su alma, ni hallar nada de su pasado.
—Lo siento. Lo siento, señor director.
—¡Guardias! Llevaos a esta escoria de mi vista. No quiero verlo más delante de mí.
Cuando sacaron al preso, el director llamó al celador que trabajaba con Óscar.
—Quiero que me digas todo lo acontecido con el preso 502.
—Ha recibido dos visitas —respondió este—: una hace unas semanas y hoy mismo, otra. La primera fue una mujer y hoy un joven. Es todo.
—¿Cómo reaccionó el preso con esas dos visitas? —preguntó el director.
—Con la mujer fue muy raro. Ella le gritó una y otra vez y salió corriendo. Fue cuando él pidió verle, señor. Con el joven ha sido muy desagradable. El muchacho era violento, lo cogió por la solapa de la camisa y tiró un vaso contra la pared. Después, gritó enfurecido, aunque no sé por qué. El preso quedó pálido, sin fuerzas, lo llevé a la sala de la televisión y pasó lo de la pelea con Lucio. Me quedé sorprendido con ambas visitas. Eso fue todo, señor.
—Bien, muchacho. Puedes retirarte.
El director, seguro de que había una conexión entre Julia y Óscar, marcó el número de ella, que respondió al otro lado del teléfono.
—Dígame.
—Hola Julia, soy José Gutiérrez —le dijo—. Nece­sito hablar con usted lo antes posible.
—¿Tan urgente es?
—Sí.
—Entonces, no se preocupe, dentro de media hora estaré en su despacho sin falta.
Al director, la media hora le pareció un siglo. Mi­raba aquel reloj de pie que había en el despacho. “¿De dónde habrá salido?”, se preguntó. El artilugio impresio­naba: era muy antiguo, de madera tallada, con el péndulo de bronce que iba y venía. Jamás se había parado a mirarlo con detenimiento. “Pocos relojes quedarán como este en España, y menos en una cárcel. Cuánto trabajo con aquella madera torneada dándole vueltas al reloj.”
Llamaron a la puerta.
—Señor director —comentó un hombrecillo al aso­marse—, la señora Martín está aquí.
—Hágala pasar, por favor.
Julia entró y él le indicó que tomara asiento, dándole la mano con un saludo cordial.
—Buenos días, señor director.
—No me llame así. Llámeme por mi nombre, por favor. Quiero saber cómo le fue la entrevista con el preso 502.
—Sí, quería mandarle por escrito mi renuncia a ocu­parme de la revisión de la condena del preso Óscar Ruipérez —respondió ella.
El hombre la miró fijamente y preguntó muy intere­sado:
—¿Y eso por qué?
—No deseo tener nada que ver con ese hombre. Me repugna.
—Bien, Julia. Pues ahora quiero que me cuente qué tienen en común usted y él, y no quiero que me mienta. No se preocupe por lo que diga, sus palabras quedarán guarda­das aquí, en este despacho; nadie va a enterarse de lo que usted me cuente. Ah, también pongo en su conocimiento la decisión del preso 502: ha renunciado a usted y no quiere que vuelva a visitarlo más.
—¿Ha renunciado?
—Sí, y además ahora dice que es culpable y que no quiere que le revisen la condena. Después de veinte años ha cambiado de versión y, como ve, eso para mí no tiene mucho sentido. Sobre todo cuando el cambio viene a raíz de su visita. Eso me hace pensar que ya se conocían de antes. ¿Es eso cierto o son solo suposiciones mías? Y le digo más: el preso ha tenido hoy otra visita. La de un joven.
—Esa visita, creo que sé de quién se trata —dijo ella aturdida.
—¿De quién, Julia?
—De mi hijo.
—Vale. Entonces, ¿me puede usted contar cómo y de qué conocía al preso?
—Mire usted, señor, es un secreto mantenido durante veinte años. Yo salía con él, estábamos muy enamorados. La noche que mataron a aquella chica estuvi­mos en un hostal en la carretera los dos juntos. Era muy joven, y lo quería con locura. Al amanecer del 24, hacia las siete de la mañana me dejó cerca de mi casa. Se mar­chó diciéndome que volvería a por mí y, sin embargo, me quedé esperándolo, pues él nunca regresó. Cinco horas después encontraron el cadáver de esa pobre chica en el fondo del Barranco del Lobo Negro. El resto ya lo sabe. Ahí tiene al asesino de la adolescente.
El director escuchó la historia con detenimiento.
—Muchas gracias, Julia —dijo—. No tiene que preocuparse por su secreto, de esta sala nunca saldrá nada de lo que usted me ha contado, se lo aseguro.
El hombre esperó a que ella saliera del despacho, se sentó de nuevo y consultó en su ordenador el caso. Fue mirando una y otra vez, y no vio nada nuevo, solo las pruebas que incriminaban a Óscar. Examinó el expediente minuciosamente hasta llegar a la autopsia, donde leyó que Laura murió entre las diez y las dos de la madrugada del 24 de Marzo. Lo raro es que, si Julia le había dicho que Óscar estuvo con ella aquella noche, él no podía ser el asesino de Laura. No, no podía serlo. Óscar tenía razón… pero ¿por qué no llamó a Julia para que testificara a su favor?
José Gutiérrez sintió entonces cómo le sudaba la frente. Si el preso demandaba, probablemente el estado ten­dría que pagar una gran indemnización. Una buena cantidad por aquel error cometido.
Miró con detenimiento todas las pruebas. Todas acusaban a Óscar: el ADN en el cigarrillo encontrado en el borde del barranco, las huellas de las ruedas marcadas en la tierra donde arrojaron a la chica y, además, un testigo lo reconoció y dijo cómo era el color del coche de Óscar. La declaración escrita de él atestiguaba que estuvo cambiando una rueda allí mismo y que, en aquel lugar, había fumado dos cigarrillos. ¡Maldita broma le había jugado a Óscar Ruipérez el destino!


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