jueves, 25 de agosto de 2016

LUZ DEL RÍO


  Titulo:  Luz del Río

Narrativa biográfica

Pagina 108

Versión  Kindler

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Sinopsis
Esta es la historia de María, una pequeña mujer de gran corazón que nació en 1919 Fue una luchadora. Se casó a los 16 años, en tiempo de la guerra civil donde lucho lo indecible para poder sobrevivir, Tuvo siete hijos de un desgraciado matrimonio que duro toda la vida.
Vivió a la orilla de un río del cual pescaba para alimentar a sus siete hijos, mientras su marido vivía una vida de excesos. La vida le golpeó duramente llevándose al quinto de sus hijos con tan solo 29 años en un accidente de tráfico. Su dolor no terminó, pues de nuevo, la  desgracia  le llegó con la muerte de uno de sus nietos, el cual tenía 27 años.
Desde muy joven sufrió ataque asma, una enfermedad que la acompañaría en el resto de su vida..        



miércoles, 24 de agosto de 2016

CUENTOS Y RELATOS

Incluido en el libro Cuentos y relatos
UN VIAJE PARA LUCÍA

Ocho de la mañana. Estación María Zambrano, Málaga. Dos mujeres esperan en el andén para subir al ave Málaga Madrid. Por el poco equipaje que llevan, se diría que van a estar muy pocos días. La mujer mayor tendrá unos cincuenta y cinco años y el cabello casi todo blanco. La más joven, unos veinticuatro años, el pelo largo y los ojos grandes y curiosos.
Cada una lleva una ilusión. La joven: poder conocer gente joven y dinámica que cambie su vida y salir, así, de la monotonía en que se encuentra sumida. La mayor: recoger un premio literario ganado en un concurso en el Norte de España, en Huesca, a más de Mil kilómetros de su casa.
Por fin le había llegado un reconocimiento literario. Tan esperado y merecido para ella después de muchos años de duro trabajo y de alguna que otra decepción. La escritura es su gran pasión. Gracias a ella pudo, además, salir de una depresión que durante años la tuvo sumida en una profunda tristeza. Comenzar a escribir fue para ella una fuente de vida y salud. Salió de esa depresión y una nueva inspiración, que la hacía ser feliz, se instaló en su vida.
Con paciencia y dedicación, soportando la poca fe de su familia y sus amigos, que en algunos casos se burlaban de ella pensando que era una vieja loca, fue escribiendo. Lucía –así se llama– nunca escuchó esos comentarios. Este era su primer premio. Había mandado muchos escritos a distintos concursos y nada, todos esos intentos fueron fallidos. Muchas novelas a editoriales también fueron devueltas. Ella era una sencilla escritora anónima y, hasta este momento, nunca nadie se había fijado en lo que escribía.
Nació en unos tiempos de escasez y miseria, que marcaron su vida, y de ese mundo Lucía sacaba sus maravillosos relatos. Siempre fue muy constante y decidida, nunca perdió la fe en lo que hacía, ni le tuvo miedo al fracaso.
Llevaba muchos años que no viajaba cuando subió a aquel tren. No recordaba aquella sensación y suspiró al ver que se ponía en marcha. Primero, muy despacio. Luego, a medida que salía de la ciudad, su velocidad aumentó hasta devorar la distancia. En tan solo dos horas y treinta minutos estaría en Madrid.
A su lado, su hija leía una revista de moda. Lucía cerró sus ojos y se quedó un poco adormilada. Cuando abrió los ojos de nuevo, ya habían llegado. Siguió a su hija en la estación de Atocha. Esta sabía el trasbordo que tenían que hacer. Un rato después, tomarían de nuevo otro tren en dirección a Zaragoza y Huesca. Lucía se sentía cansada. Tanta gente alrededor la agobiaba, acostumbrada a su casita, sus flores y el perfume del campo. Pensó que no cambiaría su huerta por nada, cuando su hija le preguntó trayéndola de nuevo a la realidad:
―Mamá, tengo hambre. Voy a comprar un bocadillo. ¿Te traigo uno?
―No. A mí no me apetece.
―Te vendría bien comer algo.
―No, hija. ¿Sabes lo que me a apetece? Un café calentito.
―Voy por él.
―Ya nos queda poco, ¿verdad?
―Sí, mamá. Muy poco.
―Qué ganas tengo de llegar al hotel, ducharme y descansar. Mañana nos queda un día ajetreado.
―Pero ya lo peor ha pasado.
Llegaron a la estación, bajaron del tren y pidieron un taxi que las llevó al hotel Sancho Abarca. Ya en la habitación, se pusieron cómodas y no tardaron en irse a la cama, ni en quedarse dormidas.
A la mañana siguiente, salieron. Huesca era una ciudad pequeña, comieron en un restaurante de la zona y visitaron la catedral. Era muy pequeña, de estilo gótico. Pasaron la tarde en una animada charla paseando por las calles, comprando algunos regalos.
A las ocho de la noche era la entrega del premio, y Lucía estaba impaciente. Llegó al teatro con un elegante vestido hecho con un mantón de Manila regalo de una amiga. Aquel mantón despertó curiosidad entre las damas que asistían al acto. “Qué bonito” le decían. Isabel vestía de negro con un vestido juvenil que le favorecía.
Sintió cómo llamaban a su hija para que leyera el relato. Cuando Isabel comenzó a leer  se hizo un silencio. Al terminar, un joven se levantó en la tercera fila y dijo: “Queremos escuchar a la autora del relato”. Otro hombre apoyó la petición del joven y después otras personas se unieron a esa misma petición. El presentador entró en el escenario y dijo con cariño:
―Lucía, venga, suba usted al escenario.
Lucía avergonzada se levantó. No podía declinar aquella petición, no sabía expresarse en público, tenía miedo y, por ese motivo, había dejado que su hija leyera el relato. Subió despacio, el presentador salió a recibirla y la llevó al atril, Isabel sabía el problema de su madre. Aun así se apartó sin decirle nada. No quería ponerla más nerviosa.
Lucía miro la gente que había delante de ella y recordó a su madre que tantas veces le había dicho: “Se tú misma, Lucía. No quieras aparentar ser quién no eres”. Y Lucía comenzó hablar:
―Buenas noches a todos.
Un hombre dijo:
―Díganos. ¿Cómo se inspira usted?
Lucía dijo:
―No hago nada especial. Salgo a pasear, veo una mariposa que se posa sobre una flor, un bello campo de margaritas, un pájaro que canta: ese es mi mundo. Mi casa, mi campo, mi tierra, soy así. No hago nada fuera de lo normal.
La gente no dejó que Lucía hablara más. Aplaudieron mucho rato y el acto terminó. El presentador dijo: “Ahora pasaremos a la recepción en el salón de actos”, todo fue encantador, cuatro personas se acercaron a Lucía y un hombre joven le preguntó:
—¿Cómo encuentra usted esa inspiración?
―Yo no le puedo decir ―respondió Lucía―. Pero si quiere usted probar, venga a mi tierra, salga al monte, huela el perfume de los pinos, de los matorrales, de las flores, que en primavera sus perfumes se mezclan con el viento esparciendo sus olores. Salga de madrugada y vea los conejos salir de sus madrigueras en busca de comida.
―Iré ―le dijo el joven―. Iré a ver su bello mundo, su espacio, ese campo, esa tierra que usted ama tanto y que son la fuente de su inspiración.
―Pues conmigo no cuentes ―respondió la que era su pareja―. A ese mundo con animales si quieres irás tú muy solito. Yo no pienso acompañarte de ninguna manera. Lleva años sin escribir. ¿A quién quieres engañar? Tu inspiración se fue de vacaciones. Venga, vamos a tomar algo y dejemos a este soñador con su sueño de escritor.
La mujer y sus amigos se alejaron dejando al joven un tanto avergonzado. Él dijo a Lucía:
―Perdone a mi esposa. Ella es así. No le gusta el campo. En verdad, hace tiempo que no tengo un buen proyecto. Y, por eso, ahora trabajo con mi suegro.
―Joven, no me tiene que dar explicaciones de nada. Si usted quiere puede ver a mi tierra, a mi campo, el mar que está cerca. Vivo en un pueblo de Málaga, junto a la costa del sol.
―Me pondré en contacto con usted cuando decida ir, tengo un amigo en Málaga, y me ha invitado muchas veces. Es cuestión de ir a visitarlo.
Los dos se quedaron callados un instante. El joven miró a un lado y dijo:
―Mire, su hija viene con el dueño de la editorial que le va a publicar su obra. Déle caña. No se conforme con lo primero que le ofrezca. Su relato es demasiado bueno para no luchar por él. Adiós señora. Suerte. Nos vemos.
―Adiós joven ―respondió Lucía.
En efecto, en ese momento llegaba su hija con un joven moreno de ojos negros, alto y, por qué no reconocerlo, muy guapo. Lucía pensó que ese tipo de hombre era el que le gustaba a su hija.
―Mamá, te presento a José Javier.
―Mucho gusto en conocerlo.
―El gusto es mío, señora.
―He venido a verla para hablar de su obra. De esta y otras que usted tenga y que quiera publicar en nuestra editorial. Cuando desee, puede mandarme a su agente para negociar.
―¿De qué agente habla? ―respondió Lucía extrañada.
―Su agente. Un hombre en quien usted confíe.
―Yo no necesito un hombre para negociar ―respondió Lucía―. Mi hija puede perfectamente. Dígale usted las condiciones.
―¿Su hija? ―exclamó José Javier sorprendido.
―Sí, mi hija puede negociar al igual que yo. ¿Cuál es el problema que tiene usted, joven? ¿En qué mundo vive? Creo que no está acostumbrado a editar para una escritora. Me parece que usted y yo no nos vamos a poner de acuerdo. Yo he vivido la igualdad de oportunidades en el trabajo. No puedo creer que en estos tiempos que corren, tenga reparo en negociar con una mujer. Quiero que sepa que las mujeres no somos menos valiosas por el mero hecho de serlo. Mire, creo que me voy. Buenas noches, joven.
José Javier miró extrañado a Isabel.
―Tu madre se ha enfadado, ¿verdad?
―Es natural. La has despreciado. Como persona y como mujer.
―No ha sido esa mi intención.
―Con buena se ha encontrado. A mi madre la educó su padre hace ya mucho tiempo en igualdad. Mi abuelo trató a sus hijos así, y mi madre no ha sentido nunca el rechazo por ser mujer. ¿Sabe?, mi madre ha trabajado duro al lado de mi padre. Pero nunca se ha sentido menos.
―Lo siento, Isabel. Lo siento. No puedo perder tu amistad por haber metido la pata. Perdóname, mujer.
―Mira, tu editorial tiene el derecho y el deber de editar el relato de mi madre. En realidad, nosotras no tenemos que negociar nada. Buenas noches, José Javier.
Isabel se fue dejando a José Javier con muy mal sabor de boca, se reunió con su madre y le dijo:
―Mamá, vámonos de aquí.
―¿Y ese joven?
―Nada, mamá. Es un desconsiderado. Cree que por ser hombre tiene derecho a tratarnos con desprecio.
―Hija, estoy segura de que cuando llegues a casa tienes un correo de él, si consigue el número de tu móvil.
―Pues sabes qué te digo, que no voy a tener en cuenta ese mensaje.
La fiesta terminó y Lucía e Isabel se fueron al hotel a descansar. De nuevo Lucía se encontraba en el tren de regreso a su ciudad, a su mundo, no podía disimular el buen sabor boca que tenía. A su hija le llegó un mensaje en el móvil.
―Es José Javier. Que te vuelve a pedir perdón, ¿a qué sí?
―¿Cómo lo sabes, mamá?
―Hija, ese joven te miraba de una manera que parecía que te quería comer con la mirada. Has dejado huella en él.
―Mama, qué cosa tienes. Yo no quiero una amistad con alguien que no me valore por lo que soy.
―Tienes razón, hija. Yo también lo pienso. Voy a cerrar mis ojos e intentar dormir y disfrutar del viaje.
Lucía cerró sus ojos y acarició su bolso con satisfacción, allí tenía el cheque y en su maleta guardaba el diploma que acreditaba el premio y una estatuilla con una pequeña placa donde venía escrito su nombre. Por fin se había hecho realidad su sueño, su ilusión de ser reconocida, su esfuerzo.
―Mamá, mira. Sales en el diario de hoy recogiendo el premio.
―A ver, hija. ¡Qué bien!
―Y hablan de tu vestido. Se ve que le gustó.
Las dos mujeres hablaban de lo que el diario comentaba, mientras el tren caminaba muy deprisa devorando los kilómetros de regreso a sus tierras de la costa del sol.
Fin

Primer premio en el IV Certamen de cuentos no sexistas de Coín con el relato, Un viaje para Lucía,

Día internacional de la mujer trabajadora 8 de marzo 2012 

viernes, 19 de agosto de 2016

REGALO

REGALO

Aquel día amaneció claro, lucía un sol radiante, me asomé por la ventana de mi habitación, desde allí miré a la calle, vi la cantidad de personas que aquella mañana caminaban por la acera. Yo vivía en una zona amplia de jardines. En frente de mi casa se encontraba el hospital universitario. En el centro de la calle había un parque alargado con plantas y flores y bancos donde la gente se sentaba a pasar el tiempo.
Eran las diez de la mañana, tenía que sacar a mi perro a pasear. Fui al baño para arreglarme, me miré al espejo y vi mis profundas ojeras, ―otra noche más de dolor y sin poder dormir ―pensé en voz alta. Las crisis eran cada vez más frecuentes, no quería tomar medicamentos porque no quería hacerme adicta a ellos, aunque cada día me encontraba peor de salud.
Habían pasado dos años desde el día del accidente, aquel fatídico día que me encontraba parada con mi coche en un semáforo en rojo cuando el coche que me seguía no frenó a tiempo, me dio por detrás y desplazó mi coche varios metros. Acabé en mitad del cruce y no pude evitar que un coche me diera por el lateral, por lo que me dijeron los testigos, mi coche bailó como un trompo. Salvé la vida, pero las secuelas son irreversibles; desde aquel día los mareos son constantes, a parte, mis cervicales quedaron muy dañadas y los dolores son terribles, solo cuento con los masajes para relajarme y descansar y con la rehabilitación para aliviar mis dolores.
Cada vez que me miro al espejo me repito una y otra vez ―estoy bien, estoy bien, y cada día mejor ―pero aquel día no podía, me encontraba tan mal. Sin darme cuenta desvié la miraba hacia el pelo y me di cuenta que tenía una cana, que gracia una cana, ―voy para mayor ―me dije. En el fondo no soy una persona que me preocupo por la apariencia, no me maquillo mucho y suelo llevar el pelo recogido con un pasador. Mi pelo es de color castaño claro y mis ojos son marrones.
Mirándome en el espejo me vinieron a la mente los recuerdos de mis dos hijos que están lejos de mí, el pequeño está en Inglaterra estudiando, perfeccionando el inglés, se llama Carlos. David es mi otro hijo, está en Alemania trabajando, él es ingeniero. Suelo hablar mucho con ellos por teléfono y por mensaje. Desde que a mi marido lo destinaron a esta ciudad yo me siento más libre, no conozco a nadie, me siento feliz y me pongo la ropa que quiero.
Terminé de arreglarme y fui a vestirme, elegí mi camisa favorita, que era de un bonito color azul y un pantalón blanco.
En ese momento oí los ladridos de mi pequeño perro, se llama Regalo, le puse ese nombre porque me lo regalaron después de mi accidente, el mejor regalo que me pudieron hacer.
―Está bien, Regalo ―le dije―, ya vamos al parque, espérate.
A mi marido no le gustaban los perros pero lo aceptó por mí, mi marido es un aburrido y amargado médico, cada día que pasa está más amargado. Yo por mi parte me siento más sola y para mí es una bendición tener mi pequeño perro. Le puse el collar y la cadena y me fui con él al parque.
Cuando llegué lo dejé suelto para que corriera. Antes de que me diera cuenta mi perro se perdió de vista, yo lo llamaba pero él no me hacía caso. Lo encontré junto a una mujer muy sola que estaba sentada en un banco. Por su actitud, parecía encontrarse a gusto con esa mujer, ella lo acariciaba y jugueteaba con sus orejas. Yo lo llamé.
―Regalo, ven aquí, no molestes más a la señora.
Nada, no me hacía caso, aligerando el paso llegué al banco donde estaba la señora.
―Señora, ¿mi perro le está molestando? ―le dije algo acalorada.
―No ―dijo ella mirándome con sus ojos llenos de lágrimas.
Qué le pasaría aquella mujer me preguntaba, decidí preguntarle.
―¿Qué le pasa? ¿Puedo ayudarla?
La mujer se quedó un rato callada, yo esperé a que se tomara su tiempo, pues veía que quería desahogarse. Al rato dejó de llorar y empezó a contarme una historia tan triste que yo lo único que hice fue escucharla a su lado.
―Tengo a mi hijo muy enfermo, no sé cuánto durará o cuánta vida le queda, llevo tanto tiempo sufriendo, ya no me queda fuerza para seguir luchando.
Seguía mirándome, volvió a derramar sus lágrimas aunque ya no le quedaban, sentí en mi pecho una opresión de dolor, sentí la necesidad de abrazarla, darle mi calor y seguí escuchando la llamada llena de dolor de una madre desesperada, pues tenía a su hijo enfermo, no sabía dónde llamar, a qué puerta tocar o a qué Dios encomendarse, aferrada a su único hijo enfermo y con aquel dolor que la consumía en una profunda desesperación. Quería echarle la culpa a alguien pero no sabía a quién.
―Me vengo a este parque a desahogarme cuando la enfermera limpia la habitación y hacen la cama ―siguió contándome.
Durante un buen rato seguimos hablando de su hijo. Tiene una enfermedad terrible, con periodos críticos y cada vez peores. Comenzó con los riñones y poco a poco se extendió a otras partes de cuerpo, aquella enfermedad devoraba las defensas. Ella se quedó callada, me miro con sus ojos enrojecidos de tanto llorar y al final me preguntó.
―¿Cómo se llama usted?
―Me llamo Elena ¿y usted? ―le contesté suavemente.
―Yo me llamo María ―me dijo.
María siguió relatando más síntomas de aquella enfermedad que padecía su hijo. Él se sentía muy cansado, con gran malestar general, fue perdiendo el apetito y se quedó muy delgado, los dolores articulares fueron agravándose poco a poco. También tiene cefaleas, migrañas, crisis compulsivas, depresión y ansiedad.
―Esa enfermedad no tiene cura ―le dije.
―Elena, tienes razón, no tiene cura ―me dijo ella cabizbaja.
―¿Qué medicación tiene? ―le pregunté.
―La medicación es una dosis baja en corticosteroides ―contestó María.
Yo la mire con dolor, veía cómo la cara le cambiaba por el dolor que le producían sus mismas palabras.
Mi corazón latía con fuerza y me dolía porque me contaba todo aquello ―¿qué podía hacer yo? ―me pregunté, aunque cómo sabía que ella necesitaba expresarme  toda aquella tristeza que su corazón tenía, me mantuve a su lado, mi amor de madre me impedía salir corriendo de aquel lugar en aquella situación tan delicada, ella continuaba contándome.
―Las inflamaciones del pulmón le producen mucha fiebre y tos.
―Pero María, usted me está contando muchas enfermedades en una sola persona ¿cómo puede ser esta enfermedad tan dura? ―le pregunté.
―Sí es muy dura, encima no se ni el tiempo que le quedará de vida. Maldito Lupus, se lo está llevando ―me contestó.
Sin decirme nada más la mujer se levantó y se despidió de mí con un seco adiós. La vi alejarse en dirección al hospital, vi como las puertas de cristales se abrían a su paso y se cerraban tras ella. Ya no pude verla más, me quedé de pie sin moverme mirando aquel edificio gris con aquellos balcones feos. Aunque mi marido trabajaba allí, nunca me había fijado en él, lo miraba como si fuera la primera vez que lo hacía. Nunca me di cuenta de lo que encerraban aquellas paredes, cuánto dolor, cuántas historias, cuánta desesperación.
Mi perrito vino corriendo echándome las patitas, me sobresaltó.
―Hola Regalo, vamos para casa, a saber qué hora es ―le dije.
Me di cuenta de que era ya muy tarde, mi marido no tardaría en venir a comer. Tenía que prepararle la comida y  me gustaría contarle la historia de aquella pobre mujer, pero, cómo hacerlo si todo cambió entre nosotros desde el día del accidente. Él se convirtió en un ser agrio, ya no era cariñoso como antes, ni el amor hacíamos ya, parecía que se sentía a disgusto conmigo, Vinieron a mi mente unos negros pensamiento, una guapa enfermera lo podría estar enamorando o una rubia despampanante doctora lo podría estar seduciendo. Rápidamente alejé esos pensamientos pues me hacían daño y me llenaban de tristeza.
Llegué a casa y me cambié de ropa, hice la comida, unas verduras salteadas y un pescado a la plancha, en ese momento sentí la llave abriendo la puerta, y  salí a recibirle.
―Hola, ¿qué tal el día? ―le pregunté.
―Bien como siempre, muchos pacientes ―me contestó eso nada más.
Me dio un beso en la mejilla, como siempre, frío y sin decir nada se sentó en la mesa y almorzamos, después, preparé un café y nos sentamos en el sofá, estaba ansiosa por contarle pero no me atrevía así que me arme de valor.
―Hoy he conocido a una mujer ―empecé a contarle la historia.
―Sí, ¿dónde? ―me respondió él.
—En el parque cuando llevé a Regalo a pasear, me la encontré en un banco muy triste, sabes, ella tiene un hijo en el hospital con una enfermedad de esas llamadas raras.
―¡Qué tiene una enfermedad rara! ¿Cuál es? ―me preguntó interesado.
―Es una enfermedad que poco a poco va alterando todo el organismo, va despacio; además, me ha dicho que no tiene cura y que su hijo se morirá, me dio tanta pena. Encima , Encima como no conozco bien esa enfermedad no puedo hacer nada por ayudarla, tengo muchas ganas de que llegue mañana para volver a hablar con ella, voy a buscar más información por Internet a ver si puedo saber más de esa enfermedad.
―Hace mucho tiempo que no te veo tan interesada por nadie, desde el accidente dejaste de pensar en todo, no me preguntas cómo me encuentro, cómo van mis pacientes, no te preocupas por mí ni por nada referente a mi trabajo; antes me ayudabas, siempre tenías una palabra para aliviar mi tensión, y ahora te has olvidado completamente de mí, me hace falta tu consejo y hace mucho tiempo que nunca estás presente ―me dijo.
―Cómo que no, si estoy aquí a tu lado ―le dije sorprendida por sus palabras. No se me ocurrió otra cosa.
―Sí ―contestó él y añadió―, físicamente estás aquí, mentalmente estás muy lejos, hace mucho que dejaste de aconsejarme, y echo de menos tu apoyo. Cuando un paciente se muere, tú tenías siempre la palabra justa para aliviar mi dolor. Maldito accidente que te apartó de mi lado y maldigo mil veces los dolores que soportas cada noche, me da miedo tocarte, me da miedo hacerte daño.
Yo no esperaba aquella reacción de mi marido y le hable con delicadeza.
―¿Por qué piensas que puedes hacerme daño? ―le dije.― Yo también te necesito a mi lado, necesito de tus caricias, que me hables como antes me hablabas.
Mi marido me besó con suavidad, yo me estremecí, él tenía necesidad de mí y yo de él. Quizá tenía razón y yo solo pensaba en mí misma desde el accidente. Podía haberle hablado más de mis sentimientos, de lo sola que estaba. Me sentí avergonzada de haber pensado lo que pensé de él, que se iría con una enfermera o una  doctora.
Aquella tarde hicimos el amor después de tantos meses, nos sentíamos tan a gusto, nos sonreíamos y nos besábamos una y otra vez.
―No quiero que te alejes más de mí, quiero estar contigo y cuando tengas una crisis no me eches de tu lado, yo no quería estar sobre ti para no agobiarte con mis cuidados ―me dijo mi marido.
―No te echaré, quiero que estés a mi lado, no quiero estar más tiempo como he estado hasta ahora, tan sola.
Me quedé junto a él sintiendo sus caricias, sintiéndome bien. A la mañana siguiente, cuando me levanté, estaba deseando que llegara la hora de sacar a Regalo y volver a hablar con María, fui al parque pero ella  no vino ese día. Desolada día, desolada me fui para casa y esperé que llegara mi marido, cuando sentí que abría la puerta salí a recibirlo, esperé que entrara y le di un beso.
―Hoy no has visto a esa mujer, ¿verdad? ―me preguntó mi marido.
―No ―le respondí―, ella no ha venido hoy, la esperé durante un buen rato pero no apareció.
―Tengo una noticia para ti, al hijo de esa mujer le han dado el alta y se ha marchado para su casa.
―¿Por qué? ¿Está mejor el joven? ―le pregunté.
―No es por eso. Elena, le han dado el alta para que pase con su familia sus últimos días, solo un milagro puede salvar a ese joven. Esa es una enfermedad dura con muchas complicaciones, aunque la medicina está avanzada con ciertas enfermedades estamos como al principio, no sabemos nada.
Sentí cómo mi corazón se rompía, jamás pensé que me doliera tanto una persona que no conocía. Pensé toda la tarde triste.
Aquella tarde mi maridó me dijo que me arreglara bien pues iríamos a cenar fuera, me comentó que conocía un restaurante muy coqueto. Yo me ilusioné mucho, hacía tanto tiempo que no cenaba fuera de casa. Aprovechando que él se quedó dormido, fui y miré el armario, me di cuenta que apenas tenía nada apropiado para la ocasión pues el único vestido que tenía me quedaba algo estrecho. Decidida, cogí el bolso y salí a la calle, tenía que comprarme un vestido nuevo, pedí un taxi y me dirigí al centro comercial. Ya en él, me dispuse a ver escaparates, hasta que hallé  un vestido negro en uno de ellos, entré en la tienda y me lo compré; tenía unos tirantes finos y un escote muy pronunciado, me sentaba muy bien. Después entré en una peluquería, me atendió una chica joven que me peinó muy bien, me recogió el pelo en una especie de moño con muchos mechones de pico saliendo del recogido, quedé muy contenta con el peinado, era muy moderno. Cuando terminé de comprar todo lo que me hacía falta, pedí de nuevo otro taxi y volví a mi casa.
Cuando llegué, mi marido estaba en el baño, terminando de ducharse.
―¿Dónde has estado? He salido al parque a buscarte y no estabas, y te he llamado pero no me lo has cogido, estaba preocupado ―me dijo al verme.
―Fui a comprarme un vestido, hace tanto tiempo que no salimos que no tenía nada nuevo en mi armario.
―Me gustas como vistes ahora, tan desenfadada y cómoda, siempre has sido muy elegante, con cualquier cosa que te pongas estás preciosa.
―Gracias, eres muy amable ―le dije entre risas.
La hora de la cena llegó y me puse mi vestido nuevo, una gargantilla y los pendientes a juego.
―Vaya elegancia, te voy a tener que invitar más a menudo para que te arregles de esa forma, me siento orgulloso de llevarte a cenar a mi lado ―me dijo cuando me vio arreglada.
No me pude resistir me lancé a sus labios apasionadamente para agradecerle el cumplido, después de aquel momento de pasión decidimos irnos.
Cuando llegamos al restaurante no había mesa libre.
―Lo siento mucho, no tenemos más mesas libres y no puedo ponerlos con otras personas ―dijo el camarero.
―Vaya, no pensé que había que reservar entre semana ―le contestó mi marido.
―No es necesario reservar entre semana, pero hoy no sé qué es lo que ha pasado,  que ha venido mucha más gente que de costumbre, nunca se me llenan todas las mesas. Lo siento señor ―volvió a decir el camarero.
―No se preocupe, volveremos otro día. Adiós ―se despidió mi marido.
―Lo siento Elena, una vez que te quería llevar a un lujoso restaurante a cenar y que pasaras un buena velada, y no ha podido ser. Me siento frustrado, no sé por qué ha tenido que pasar esto precisamente hoy, con lo guapa que estás y lo bien que te sienta ese vestido negro ―me dijo ya en la calle y alejándonos del restaurante.
―Carlos, no me importa el lugar, solo que estamos los dos juntos ―le dije para que se olvidara de su frustración. Bajamos la calle, y caminando vimos una bocatería muy acogedora.
―Mira, un bar donde ponen pizzas y bocadillos, ¿qué te parece si pedimos uno, si no te importa, mi querido doctor? ―le pregunté con cariño.
―No, para nada, a mí no me importa, si te apetece eso. Venga, entremos y cenemos un bocadillo, me vas a hacer recordar mi tiempo de estudiante.
Entramos en el local, había muy poca gente, solo comiendo algunas jóvenes parejas. A mí me gustó verlas, pues me hizo recordar mi época de estudiante y, cuando si algún joven que se interesaba por mí, acudíamos a esos tipos de bares.
Pedimos unos bocadillos, mi marido de embutido y yo de atún y lechuga, de beber elegimos cerveza y brindamos con ella como si fuera champaña, nos bebimos la botella como cuando éramos jóvenes. Creo que no encajábamos en aquel sitio tan sencillo, íbamos tan bien vestidos, como si viniéramos de una fiesta, aunque para mí aquella experiencia fue deliciosa, mi marido reía por la situación en la que estábamos pero me sentí por un momento la mujer más importante del mundo, no sentía ni el dolor de mi enfermedad, no quería que nada nublara aquella velada, quería que la noche no terminara nunca, aunque eso no era posible, el reloj seguía con sus tic tac sin detenerse.
En esos momento llegó un hombre de tez morena vendiendo rosas, se acercó a nuestra mesa quizá porque nos vio diferentes a los jóvenes que estaban sentados en otras mesas, lo miré y vi sus profundos y grandes ojos que me miraban con miedo. Mi marido le compró todo el ramo, él se quedó parado sin saber qué decir.
―Vete a casa y no des más vueltas esta noche ―le dijo
Este hombre le dio las gracias como pudo, hablaba muy mal el español, entonces volví a mirarlo y sus ojos cambiaron de expresión, ahora mostraban gratitud, cuando se fue le di las gracias a mi marido.
―Para mí tu eres la más hermosa de todas las flores ―me dijo cogiéndome la mano.
―¡Oye! que me vas a avergonzar, querido, y esta noche no quiero llorar, no quiero que esta magia tan especial desaparezca ―le contesté.
Llevaba mucho tiempo esperando una velada como esa, aunque no era así cómo me la imaginé pero fue la más especial, no quería que acabara.
―Si pudiera parar el tiempo lo haría para ti.
Entre risas pasaron las horas, cuando nos dimos cuenta era muy tarde aunque aún quedaban tres parejas. Nos levantamos de aquellas sillas amarillas, yo cogí mi gran ramo de rosas rojas, sin pensármelo dos veces me acerqué y le di dos rosas a las chicas que estaban en las otras mesas, las cuales me dieron las gracias muy emocionadas por tan inesperado regalo, después salimos de aquel bar, contentos por nuestro primer encuentro después de tanto tiempo de aislamiento y soledad.
En la calle mi marido me cogió de la mano y paseamos largos ratos por las calles, la noche era muy hermosa y nos encontrábamos como si fuéramos una pareja de enamorados que llegaba de su primera cita, como si fuera la primera vez que veíamos las estrellas, aquel cielo estrellado con miles de estrellas que aquella noche brillaban más que nunca, con una luz especial, una luz que me hacía tener un rayo de esperanza. Aquella noche la recordé para siempre y me gustaba contarla una y otra vez a mis compañeras, a las personas que se acercaban a mi asociación buscando ayuda.

María González Pineda

sábado, 13 de agosto de 2016

EL LOBO GRIS HERIDO

EL LOBO GRIS HERIDO

En las frías estepas de un lugar olvidado, donde a lo lejos se divisan unas cadenas montañosas nevadas, una manada de lobos grises camina agrupada por esa llanura desoladora, confundiéndose con la nieve.
El lobo alfa es el rey de la manada. El gran lobo de cabellera gris mira al cielo en la noche de su desesperanza; en el horizonte, los últimos rayos de sol forman unas finas nubes de fuego, dando paso a una oscura noche.
Sus patas se hunden en la nieve. La manada va adentrándose en un bosque amigo. Los árboles, como centinelas en el tiempo, le dan la bienvenida. Los lobos se resguardan del viento y cuando la Luna está en lo más alto, en todo su esplendor, los aullidos de los lobos suenan como un lamento en la fría noche, como melodías de otros tiempos.
Por la mañana, la manada ya despierta, está dispuesta para su partida, pero un inconsciente y joven lobo, muy nervioso por descubrir cosas nuevas, se acercó a unas rocas y antes de darse cuenta, cayó a un zarzal quedando aprisionado entre las espinas. Cuanto más se movía, más preso quedaba.
El jefe de la manada dijo: “Eso pasa por no respetar las normas. Vámonos”. La madre del joven lobo replicó, diciendo: “No podemos dejarlo aquí solo”, pero el lobo Alfa no cedió: “No podemos hacer nada por él y no podemos esperar. Debemos seguir hacia delante, pues las tierras del norte nos esperan”.
Los lobos, aullando, se alejaron del aquel lugar, dejando solo al joven lobo, entristecido viendo cómo se alejaban. El joven intentó escapar, pero todos sus esfuerzos fueron inútiles. Allí estaba el temido lobo de las praderas en un zarzal. Las espinas se le clavaban como alfileres y la sangre que de sus patas brotaba, manchó la nieve blanca de un rojo intenso.
Aquella noche, la Luna lo iluminó con su suave luz, que lo bañó de amor. Veía, allí abajo, entre las piedras y zarzas, a un lobo herido y le hizo compañía. La Luna lloraba, sentía el dolor de sus heridas y le cantó una suave melodía.
Llegó el día siguiente, el lobo seguía apresado. El dolor era intenso y no se podía mover. Su curiosidad le había llevado hasta las piedras de un pequeño montículo, cayendo a aquel lugar de zarza y espina. Apresado, lloraba de rabia, lamentándose continuamente de su mala suerte. Cuando los rayos de sol se perdieron en el horizonte, llegó la oscuridad. La soledad era muy dura; nadie le hacía compañía. La Luna salió rápidamente de detrás de las montañas. Ella lo acompañaba y lloraba su agonía; él la observaba, viendo cómo la Luna, su amada, su amiga, sollozaba.
Aquella noche le cantó una nana y el lobo se fue quedando dormido. Le fallaron las fuerzas, pues la falta de comida le estaba debilitando. El lobo soñó y, en su ilusión, volaba como un águila real, surcando el cielo. Mientras soñaba se encontró con un pájaro que le preguntó quién era; tenía que ser una fantasía porque un lobo volar no podía.
El lobo, sonriendo, fue a posarse entre margaritas y una mariposa, que le veía como una extraña criatura con ojos que parecían el día, le preguntó que de dónde venía. Él la mandó callar pues no era más que una pequeña mariposilla, a lo que ella exclamó: “¡Sí, pero soy bella como la flores que pisas!”. El lobo se disculpó, apartándose de las florecillas: “¡Oh, Perdón! Soy un lobo volador con gran maestría, el rey de la colina, donde puedo hablar con la Luna. Ella me ha dado el poder de volar cada día, puedo ver las águilas en el cielo, puedo ir con ellas”. La mariposa no se lo creía: “Anda, vete de aquí con esa fantasía”. El lobo quiso volar pero no podía.
Lo despertó un fuerte golpe, abrió los ojos y miró hacia arriba, viendo el zarzal. Todavía no se había dado cuenta de lo débil que estaba. Se fue soltando hasta caer por su propio peso. Mucho más delgado, se puso de pie, aunque casi no podía pues las fuerzas le fallaban.
Tenía mucha hambre, pero ahora sin fuerzas no podría cazar. Se metió entre los árboles con paso lento, donde podría encontrar algo de comer para recuperar fuerzas. Mirando, oliendo, a lo lejos vio a una liebre de las nieves. Se preguntó cómo haría para cazarla, pues no podía correr: “Con lo rápida que es la liebre y yo sin fuerzas”. Fue acercándose con sigilo. Sorprendentemente, la liebre, cuando vio al lobo, exclamó: “¡Gracias a dios! Mi sufrimiento se acaba”. Estaba herida, ya que un cazador le había disparado unos días antes; tenía el costado destrozado y no podía mover sus patas. Sin poder caminar, se había quedado a merced del tiempo, sin esperanza para su vida. Cuando el lobo se acercó a la liebre, le dijo: “Siento comerte, pero necesito alimento”. La liebre le contestó: “No te detengas, te doy las gracias y ten cuidado porque por esta zona hay muchos cazadores que no respetan nada en este bosque”.
El lobo se comió a la moribunda liebre y de esta manera recuperó sus fuerzas. Ahora debía pensar dónde estaba su manada y cómo podía pasar la noche. Buscó un lugar entre dos rocas que formaban una especie de cueva, donde se ocultó para reponerse y descansar. Por la mañana tenía que correr para alcanzar a la manada, antes de llegar a las tierras del norte. No sabía bien dónde estaba, pero su instinto lo guiaría y de esa manera se reuniría con su familia y su amiga loba, con las que tanto había jugado.
Aquella noche, mientras el lobo dormía, la Luna iluminaba el cielo. Volvió a visitar al joven lobo, pero no lo vio en el zarzal. Se puso muy contenta, ya que ahora el lobo gris era libre y tendría tiempo de verlo en las tierras del norte. La Luna comenzó a cantar de alegría, una melodía de luz que llevaba el viento. Este corría y corría, surcando las colinas hasta llegar a las tierras donde estaba la manada. El jefe lobo escuchó las noticias y se lo comunicó a los demás: “Nuestro joven amigo ha podido liberarse y pronto llegará con nosotros. Debemos prepararle una buena bienvenida”. La manada se alegró mucho y caminó más despacio para que el joven le pudiera dar alcance.
A la mañana siguiente, el sol aparecía por el horizonte y el lobo ya había recuperado toda su fuerza. Ahora estaba preparado para emprender la marcha; voló como el viento entre los árboles, entre los arroyuelos que discurrían por las laderas, y no paró de correr. Era joven, fuerte, estaba en plenitud de su fortaleza, más que correr, volaba y, a la noche, por fin, divisó a la manada. Una joven lobezna, su amiga, salió a su encuentro y le dio la bienvenida de nuevo a su familia: “Pensé que ya no te volvería a ver”. El joven, casi sin poder hablar, le dio las gracias y juntos llegaron al lado del rey de la manada. Con su voz roca, el jefe le dijo: “Bienvenido. A partir de ahora cuida de no perderte y preocúpate más de los jóvenes. Debemos cuidarnos unos a los otros por nuestra supervivencia”.
Todos los lobos le dieron la bienvenida y aquella noche fue muy especial para el joven lobo, ya que, cuando la Luna estuvo en el cielo, le dio las gracias por sus melodías y su ayuda cuando estaba apresado entre zarzas y espinas. La Luna le sonrió; estaba radiante de ver al lobo contento y feliz. El lobo aullaba en lo alto de una roca en la hermosa noche de las tierras del norte.
A la mañana siguiente, cuando el sol estaba bien alto, el joven lobo empezó a jugar con su loba amiga, corrían, rodaban por la nieve y después volvían a correr hasta perderse entre los árboles. El jefe de la manada los miraba y pensó que el joven lobo pronto sería adulto y tendría su familia. Sería el nuevo rey de la manada y tendría que encargase de llevar a las próximas manadas de lobos a las tierras del norte. Él ya era muy viejo para ese cometido y las nuevas generaciones pedían paso.
El amor nació entre nuestros dos jóvenes lobos y antes de llegar el siguiente invierno, la hembra buscó una cueva donde nacerían sus cachorros. Tuvo cuatro cachorritos, dos como su padre y dos iguales que la madre. Los cachorros todavía no tenían el color gris, eran un poco más blancos, pero de mayor serían cuatro lobos grises como sus padres. El joven lobo ya era un gran macho alfa, dominador de la manada y su corazón estaba con su loba. La amaba y cortó una hermosa rosa roja que en la boca llevó a su joven esposa, quien, emocionada, derramó unas lágrimas por sus mejillas en agradecimiento. Le miraba con un brillo muy especial, que ahora más que nunca relucía; esa mirada de plata que cautivaba los ojos del bello lobo gris.
Una de aquellas noches, el lobo gris subió a la colina y allí, solo, en lo alto de una roca esperaba a que saliera la Luna. Una vez que la Luna estaba en el cielo, el lobo le dijo: “Amada Luna, quiero que me ayudes a conducir mi manada. Como sabes, mi padre ya es viejo, tengo cuatro cachorros y esposa. Quiero que me ilumines con tu luz”. La Luna le contestó: “Querido amigo lobo, no tienes que preocuparte, mis rayos te llenarán de luz y te alumbraran el camino; el viento te informará de los peligros del bosque y tu manada estará a salvo. Vete tranquilo, siempre puedes contar conmigo”. El lobo asintió e inclinó la cabeza. La Luna, esa noche, cantó una dulce melodía que hizo a los lobos soñar, que hizo que se sintieran libres en aquellas tierras del norte.
Fin