lunes, 28 de septiembre de 2015

El árbol y la luna llena

El árbol y la luna llena
Sucedió una noche oscura. Una fuerte tormenta bañaba aquel lugar, los árboles bailaban al son de las gotas de agua contentos de tan maravillosa lluvia. El viento soplaba fuerte arrastrando hojas caídas y tirando las ramas secas al suelo, una semilla que volaba junto al viento fue a posarse en un claro del bosque.
Pasaron unos meses y la semilla germinó, unas bellas hojitas nacieron y se alzaron fuertemente buscando la luz del sol, poco a poco se fue haciendo un hermoso árbol, de gran colorido que resplandecía entre todos los demás.
El resto de los árboles empezaron a tenerle envidia pues este árbol era el más bello que ellos y todos los animalillos se paraban para mirarlo. Los árboles no sabían qué hacer para expulsarlo; uno de ellos, una encina centenaria tuvo la idea de alargar sus raíces para quitarle el agua y los nutrientes y que así se muriera de hambre y se secara. Pasados tres días el joven árbol seguía brillando, cosa que la encina no comprendió.
—¿Cómo haces para tomar el agua? —le preguntó al joven árbol.
—Pues tengo una sola raíz, muy profunda, así puedo alcanzar toda el agua que quiera sin quitarle el agua a los demás —contestó el joven.
Esto enfureció más aún a los demás, pues aparte de bello era inteligente. Los árboles se volvieron a reunir, esta vez habló el más viejo, un roble enfermo que contaba los días para secarse.
—Tengo una idea brillante —le dijo a los demás—, voy a llamar a los pájaros. ¡Pájaros, venid aquí!
—¿Qué deseas, gran roble? —le preguntaron los pájaros.
—Quiero que vayáis a dormir al joven árbol, picarle sus ramas y tirar sus hojitas —contestó el roble.
Los pájaros obedecieron al instante y desde aquel día todos se mudaron al joven árbol y empezaron a pisotearle las ramas, a picarles las hojas, pero el joven árbol se  hacía cada día más bello, los pájaros extrañados le hablaron.
—¿Cómo es que no sufres con nuestra presencia? —le preguntaron al árbol.
—Sufrir, ¿yo? Al contrario, agradezco vuestra ayuda, pues habéis venido en el momento justo de quitarme la vieja corteza que impedía a la nueva nacer, ahora ya podré seguir creciendo libre.
Meses más tarde, los viejos árboles se reunieron, el pino comentó que de nada  servían los ataques que estaban ideando, pues el extranjero seguía allí, sin daño alguno, resistía los ataques de los pájaros, de las hormigas, y de todos los insectos habidos y por haber en el bosque. La vieja encina miró a todos sus compañeros.
—Me temo que tendremos que aceptarlo y dejarlo en paz —dijo suspirando.

Había pasado un año, y nuestro joven árbol ya era adulto. Era primavera, y el sol  iba calentando la tierra y el bosque. A los pocos días del comienzo de la nueva estación llegó la primera luna llena, nuestro bello árbol quiso abrir sus flores pero se dio cuenta de que no había nadie como él para que se enamorara de ellas y así reproducirse.
—¡Qué pena! —exclamó nuestro árbol.
El pobre empezó a llorar y a lamentar la soledad que sentía sin nadie con quien poder hablar y sintiendo el rechazo de todos los árboles del bosque. Cada noche lloraba y lloraba, haciéndose más profundo el lamento en las noches de luna llena, donde cantaba una bella y triste melodía. Los árboles del bosque, sorprendidos, se reunieron y comentaron la nueva situación del bello árbol. Se sintieron tan apenados que decidieron hacerse amigos de aquel árbol tan extraño.

A medida que pasaban los días, la tristeza de nuestro árbol se iba haciendo más grande y ya no lucía con su esplendor, estaba lacio, con sus flores cerradas, pues no había nadie que las mirara y las contemplara, sus ramas apuntaban hacia el suelo y ligeramente lo rozaban lastimando los nuevos brotones, no quería ayuda de nadie, se sentía sin valor ninguno y muy decepcionado, puesto que al no tener compañero sus frutos no crecerían y no podría ofrecerlos a los animalillos del bosque.
Los demás árboles decidieron entonces ayudarlo de otra manera, el roble habló y les dijo a los demás que conocía unos pajarillos migratorios, que los llamaría al día siguiente.
Al llegar la mañana  el roble le preguntó a aquellos pajarillos si conocían otro árbol como el que había en el bosque. Los pájaros le dijeron sí.
—Allí en el horizonte, detrás de las colinas hay un valle que está lleno de árboles como él —dijo el pajarillo más grande.
Estos pajarillos también le contaron al gran roble:
—Sí, esta especie de árboles es muy especial, cuando llegaba la primavera abrían sus flores y todos cantaban y bailaban una hermosa canción en las noches de luna llena, es un espectáculo maravilloso observarlos, pues el valle se llena de un colorido y de un perfume especial; además, sus frutos son deliciosos.
—¿Podéis hacerme un favor? —preguntó el roble al escuchar esta historia.
—Sí —contestaron los pajarillos.
—Ir allí e intentar traer la semilla.
—¿Cómo lo haremos, viejo roble?, pues sus frutos son grandes, no nos caben en el pico, y las semillas son muy pequeñas.
—Podéis comer de sus frutos y luego venir aquí y traerlas —dijo la encina.
—Buena idea —contestaron los pájaros—, cuando el fruto esté maduro vendremos a traer la semilla.
Se aproximaba la luna llena, los árboles decidieron un plan, cuando el bello árbol empezaran a cantar todos se cogerían de las ramas y bailarían alrededor de él.
La luna llena llegó y el árbol empezó a cantar su triste melodía, todos como acordaron se pusieron alrededor de él y movieron las ramas al son de la canción.
Un día no muy lejano volvieron aquellos pájaros.
—Traigo la semilla que me pedisteis, ¿dónde tengo que depositarla? —preguntó el pajarillo más grande.
—Cerca de él, pues estos árboles deben estar juntos para poder reproducirse y acariciarse.
Como mandó el roble, los pájaros pusieron la semilla cerca de él, y el árbol lo contemplaba todo extrañado, ¿qué están haciendo?, se preguntaba para sí nuestro árbol.
Días de lluvia inundaron el bosque, todos los árboles cantaban dando gracias al cielo por el agua, se acercaron al árbol y lo invitaron a bailar, pero nuestro árbol seguía sumido en la tristeza y no los acompañó.
Pasó el duro invierno y un sol cálido empezó a bañar el bosque y, entonces, como si de un milagro se tratara, el árbol vio brotar cerca de sus pies una bella hojita.
—¡Oh! ¡Qué ven mis ojos, no lo puedo creer, ha nacido alguien como yo! —exclamó alegre el bello árbol.
Y nuestro árbol se sintió renovado, alzó sus grandes ramas al cielo y su color se volvió intenso, dio gracias al cielo una y otra vez, agradecido por aquel hermoso regalo. Aunque sabía que debía esperar un año para que el compañero fuera adulto y poder reproducirse, no le importaba, estaba feliz, por fin tendría alguien con quien hablar, alguien con quien reír.

Un día llego al bosque una extraña figura, todos maravillados por la luz que desprendía se quedaron mudos, no se atrevieron a decir nada, solo a mirar lo que hacía. Este haz de luz se acercó a nuestro árbol y se retrepó suavemente en el tronco, nuestro árbol estaba muy sorprendido pues no sabía qué era lo que estaba sucediendo.
—¡Oh, bello árbol!, tus plegarias han sido concedidas, soy un ángel del cielo que he venido a transmitirte este mensaje: aquí tienes uno de tu especie, para que te haga compañía, no estés más tiempo solo y luzcas como es debido —le dijo el ángel al bello árbol.
—Gracias, ángel del cielo, por tan estupendo regalo, no sé cómo agradecértelo.
—No, no me lo agradezcas a mí, sino a estos árboles que tienes a tu alrededor.
—¿Cómo?, si ellos no me quieren, me han despreciado desde el día que llegué.
—Sí, eso es cierto, pero tus lamentos los enternecieron y decidieron ayudarte, así que te pido que los perdones, pues ellos te quieren. Ah, mañana es luna llena espero que la disfrutes.
—¡Por supuesto! —exclamó alegre y feliz el árbol.
El ángel se marchó y el bosque quedó de nuevo en silencio. Durante aquel día el árbol estuvo pensando en las palabras del sabio ángel.


lunes, 21 de septiembre de 2015

el águila de los sueño











No había tiempo ni era la ocasión para un debate, así que todos estuvieron de acuerdo en esperar el momento oportuno para comenzar el ataque. Era urgente que la intrusa abandonara el bosque para siempre. Pocos días después de la reunión, la suerte pareció estar de parte de los animales cuando vieron a la bruja no muy lejos de la cascada. Entonces el puercoespín anunció:
—Vamos, ahora está en el mejor lugar para el ataque.
Todos los animales se pusieron en posición. Ya todos sabían qué debían hacer. A la voz de mando de Pepito, los tabarros iniciaron el ataque lanzándose ruidosamente con sus zumbidos al tiempo que la picaban con sus aguijones.
—¡Malditos animales, fuera de mi vista, fuera malditos bicharracos! —gritaba furiosa la bruja mientras las águilas, incansables, para no darle tiempo a conjurar un hechizo para defenderse, tiraban entre varias de las trenzas con sus picos arrastrándola hasta el borde de la cascada. Allí la esperaban las cabras montesas que con varios topetazos lograron empujarla hasta el borde del precipicio, donde perdió el equilibrio, cayó al agua y la corriente se la llevó. Todos los animales gritaron de júbilo entre aplausos y enhorabuenas entre sí. Después, se retiraron satisfechos a sus nidos y madrigueras, cansados pero felices. El puercoespín Pepito y el conejo Equino estrecharon sus manos.
—Ya no hay peligro, amigo, todos unidos hemos vencido a la malvada bruja, ya no nos hará más daño. Este bosque ya está libre de amenazas, y pronto se repoblará de árboles.
—Por supuesto, amigo Pepito —suspiró exhausto el conejo Equino y, feliz, movió con gracia su bigotito.

—Toni, este cuento es triste y simpático al mismo tiempo, pero ¿cómo se te ha ocurrido ponerle al conejo «Equino»?—Bueno, es fantasía, podía ponerle otro nombre, pero conejo caballo ¡jajaja!
—No te burles del nombre de pobre conejo y sigue, Toni, quiero que me leas todo lo que te queda —dijo Paula emocionada.
—Este creo que te va a gustar mucho.






domingo, 20 de septiembre de 2015

El puercoespín Pepito y el conejo Equino

Había una vez un bosque de una extraña belleza, apartado y oculto a las miradas humanas, donde los animales eran muy felices rodeados de la paz, la tranquilidad y la hermosura de las flores.
Un día apareció en el bosque una rara criatura. Era una mujer vestida con harapos negros, el rostro surcado de arrugas y sembrado de muchas verrugas. Pero no era una mujer sino una bruja que no tardó en ejercer sus malignos hechizos. Los primeros en secarse fueron unos árboles jóvenes. Al principio los animales no se dieron cuenta de que cuando apoyaba sus manos sobre el tronco todo el árbol se secaba casi de inmediato, ni vieron cómo el aspecto de la bruja cambiaba para volverse cada vez más bella a medida que más árboles se secaban. Esto se debía a que su alimento era la energía de los árboles y de las plantas.
El primero en espabilarse fue un puercoespín llamado Pepito. Muy preocupado, fue a contárselo a su amigo, un conejo llamado Equino.
—¿No has visto lo que está pasando con el bosque?
El conejo se puso en dos patas y moviendo el bigote contestó:
—No. ¿Qué pasa con el bosque?
—Es esa vieja fea que ha venido a nuestro bosque. Desde que llegó, los árboles se están secando. Debemos hablar con los demás e idear un plan para expulsarla de aquí, porque si no nos quedaremos sin árboles y sin plantas.
—No podemos hacer nada contra ella —contestó el conejo Equino—,  no tenemos fuerzas.
—Tienes razón —dijo el puercoespín—. Pero si todos los animales nos unimos para ir contra ella, ganaríamos, no lo dudes. Equino, tenemos que luchar por nuestro bosque, hay que hacer algo, no podemos quedarnos con los brazos cruzados.
Mientras tanto, la bruja era insaciable. Los pajarillos se marchaban en busca de árboles donde dormir, impotentes al no poder hacer nada para expulsar a la malvada criatura. Y cada vez había más árboles secos. Entonces fueron en busca del puercoespín Pepito. Al fin lo encontraron y uno de ellos le dijo:
—Amigo, tienes que hacer algo para salvar a nuestro bosque.
—¿Se te ocurre alguna idea? —preguntó Pepito, muy preocupado.
—Sí: propongo que avises a los animales terrestres. Yo, mientras tanto, volaré a la guarida del águila.
—Bien, así lo haré.
—Dentro de una hora nos encontraremos en la cascada, allí hay sitio para todos, con árboles y piedras.
—De acuerdo. —Se entusiasmó el puercoespín que iluminó su alma con una luz de esperanza.
Una hora después, todos los animales estaban reunidos en el borde de la gran cascada para tratar de resolver el tremendo problema que a todos preocupaba.
—Amigos —comenzó Pepito—, ya sabéis por qué estamos aquí. Debemos expulsar entre todos a esa bruja de nuestro bosque. Si nos unimos, podremos vencerla.
—Lo lograremos —continuó el conejo Equino— si las abejas la atacan en la cara para que sus manos queden libres, las águilas tiran de sus trenzas, el puercoespín le pincha sus pies, los pájaros la pican y asustan con sus graznidos y las cabras monteses la empujan hasta el precipicio de la cascada…
Pepito lo interrumpió:
—… y las mariposas deberían ponerse delante para que la bruja no pueda ver dónde pisa.
No había tiempo ni era la ocasión para un debate, así que todos estuvieron de acuerdo en esperar el momento oportuno para comenzar el ataque. Era urgente que la intrusa abandonara el bosque para siempre. 

lunes, 14 de septiembre de 2015

EL LOBO GRIS HERIDO

EL LOBO GRIS HERIDO 

El lobo se comió a la moribunda liebre y de esta manera recuperó sus fuerzas. Ahora debía pensar dónde estaba su manada y cómo podía pasar la noche. Buscó un lugar entre dos rocas que formaban una especie de cueva, donde se ocultó para reponerse y descansar. Por la mañana tenía que correr para alcanzar a la manada, antes de llegar a las tierras del norte. No sabía bien dónde estaba, pero su instinto lo guiaría y de esa manera se reuniría con su familia y su amiga loba, con las que tanto había jugado.
Aquella noche, mientras el lobo dormía, la Luna iluminaba el cielo. Volvió a visitar al joven lobo, pero no lo vio en el zarzal. Se puso muy contenta, ya que ahora el lobo gris era libre y tendría tiempo de verlo en las tierras del norte. La Luna comenzó a cantar de alegría, una melodía de luz que llevaba el viento. Este corría y corría, surcando las colinas hasta llegar a las tierras donde estaba la manada. El jefe lobo escuchó las noticias y se lo comunicó a los demás: “Nuestro joven amigo ha podido liberarse y pronto llegará con nosotros. Debemos prepararle una buena bienvenida”. La manada se alegró mucho y caminó más despacio para que el joven le pudiera dar alcance.
A la mañana siguiente, el sol aparecía por el horizonte y el lobo ya había recuperado toda su fuerza. Ahora estaba preparado para emprender la marcha; voló como el viento entre los árboles, entre los arroyuelos que discurrían por las laderas, y no paró de correr. Era joven, fuerte, estaba en plenitud de su fortaleza, más que correr, volaba y, a la noche, por fin, divisó a la manada. Una joven lobezna, su amiga, salió a su encuentro y le dio la bienvenida de nuevo a su familia: “Pensé que ya no te volvería a ver”. El joven, casi sin poder hablar, le dio las gracias y juntos llegaron al lado del rey de la manada. Con su voz roca, el jefe le dijo: “Bienvenido. A partir de ahora cuida de no perderte y preocúpate más de los jóvenes. Debemos cuidarnos unos a los otros por nuestra supervivencia”.
Todos los lobos le dieron la bienvenida y aquella noche fue muy especial para el joven lobo, ya que, cuando la Luna estuvo en el cielo, le dio las gracias por sus melodías y su ayuda cuando estaba apresado entre zarzas y espinas. La Luna le sonrió; estaba radiante de ver al lobo contento y feliz. El lobo aullaba en lo alto de una roca en la hermosa noche de las tierras del norte.
A la mañana siguiente, cuando el sol estaba bien alto, el joven lobo empezó a jugar con su loba amiga, corrían, rodaban por la nieve y después volvían a correr hasta perderse entre los árboles. El jefe de la manada los miraba y pensó que el joven lobo pronto sería adulto y tendría su familia. Sería el nuevo rey de la manada y tendría que encargase de llevar a las próximas manadas de lobos a las tierras del norte. Él ya era muy viejo para ese cometido y las nuevas generaciones pedían paso.
El amor nació entre nuestros dos jóvenes lobos y antes de llegar el siguiente invierno, la hembra buscó una cueva donde nacerían sus cachorros. Tuvo cuatro cachorritos, dos como su padre y dos iguales que la madre. Los cachorros todavía no tenían el color gris, eran un poco más blancos, pero de mayor serían cuatro lobos grises como sus padres. El joven lobo ya era un gran macho alfa, dominador de la manada y su corazón estaba con su loba. La amaba y cortó una hermosa rosa roja que en la boca llevó a su joven esposa, quien, emocionada, derramó unas lágrimas por sus mejillas en agradecimiento. Le miraba con un brillo muy especial, que ahora más que nunca relucía; esa mirada de plata que cautivaba los ojos del bello lobo gris.
Una de aquellas noches, el lobo gris subió a la colina y allí, solo, en lo alto de una roca esperaba a que saliera la Luna. Una vez que la Luna estaba en el cielo, el lobo le dijo: “Amada Luna, quiero que me ayudes a conducir mi manada. Como sabes, mi padre ya es viejo, tengo cuatro cachorros y esposa. Quiero que me ilumines con tu luz”. La Luna le contestó: “Querido amigo lobo, no tienes que preocuparte, mis rayos te llenarán de luz y te alumbraran el camino; el viento te informará de los peligros del bosque y tu manada estará a salvo. Vete tranquilo, siempre puedes contar conmigo”. El lobo asintió e inclinó la cabeza. La Luna, esa noche, cantó una dulce melodía que hizo a los lobos soñar, que hizo que se sintieran libres en aquellas tierras del norte.







viernes, 4 de septiembre de 2015

EL ÁGUILA DE LOS SUEÑOS




El Abuelo Sabio
En un apartado lugar de las montañas del Himalaya vivía un anciano con su nieto en una casa pequeña de madera, con un porche donde el abuelo pasaba muchas horas meditando, admirando la belleza que les ofrecía la naturaleza.
Su nieto se llamaba Lian y era un niño muy despierto y curioso. Lian le dijo un día a su abuelo mientras este descansaba en el porche:
—Abuelo, yo no sé escuchar a los árboles y ellos no quieren hablarme.
El abuelo, extrañado, le contestó:
—Lian, los árboles no hablan.
El niño se quedó pensando. Su mente no dejaba de darle vueltas y no tardó en volver a hablarle.
—Abuelo, yo te oigo hablar con ellos, tú los escuchas, y creo que ellos te contestan.
—Ah, es eso… Lian, los árboles no hablan. Pero veo que tienes interés en escucharlos. Si ese es tu deseo, debes guardar silencio, escuchar con el corazón y con paciencia un día te sorprenderás. Solo con que ames a la naturaleza sentirás algo muy bello en tu alma.
El niño no comprendió las palabras de su abuelo, pero no dijo nada. Le rondaban las preguntas y quería saber más. De nuevo preguntó:
—Abuelo, ¿por qué les das las gracias a las plantas cada día?
—Mi querido Lian, la tierra nos da sus alimentos y hay que estar agradecidos. La tierra nos da las patatas, verduras, zanahorias…, todos los alimentos que necesitamos. Los árboles nos dan sus frutos: el manzano las manzanas, el peral las peras, el melocotonero los melocotones…
—¿Por qué siempre les das las gracias a todos y a todas las cosas?
—Cada día le doy las gracias al sol porque nos da su luz, de él recibimos vida y calor. Y le doy las gracias a la noche porque nos ofrece el descanso. Al cielo, por su belleza y su color azul y también porque nos ofrece miles de estrellas pequeñas, bellas y brillantes. Y a la lluvia que riega nuestros campos, para que las plantas crezcan.
—¿Y por qué les das las gracias y hablas con los animales?
—Lian, querido nieto: les doy las gracias a las gallinas porque nos dan los huevos, a las cabras porque nos dan su leche, a los pajarillos por alegrar mi corazón con sus alegres cantos, a las águilas por su vuelo suave y majestuoso. Y a las flores porque alegran mi vista cansada.

—Abuelo, cuando sea mayor quiero ser sabio como tú.
—Y lo serás. Contarás muchas historias llenas de sabiduría a todas las personas que quieran escucharlas.
Lian lo abrazó con tanto cariño que el abuelo se emocionó. De sus ojos surgieron perlas como el rocío, con el brillo de su última gratitud.