domingo, 12 de julio de 2015

MI SECRETO ES MI CONDENA

La mañana del 20 de Febrero amaneció fría.
Óscar recogió toda la ropa que su hijo le había comprado, la metió en la mochila, tomó un café, recogió la cocina y lo dejó todo limpio y ordenado. Dio una vuelta por aquella casa que había sido su hogar durante tres días. Miró el dormitorio, pensó en su amada Julia y comprobó que tras el tiempo que habían estado separados, veinte años, la seguía queriendo. Sentía el amor en su corazón tan fuerte como el primer día, cuando salía con aquella alocada chiquilla, ahora convertida en una mujer hermosa, clásica en el vestir y muy elegante. La recordaba con la camiseta blanca ancha, los pantalones vaqueros rotos y el collar de piedras que le gustaba llevar. Lo que más sentía ahora es que su mirada fuera triste, que su corazón estuviera vacío. Qué fría sería su vida al lado del maldito contable que la enamoró para después maltratarla psicológicamente. Hizo una mueca de rabia, suspiró y salió a la calle. Una placita era el punto de encuentro, un coche vendría a recogerlo.
Él se preguntaba cómo sería la organización de Médicos Sin Fronteras. Vio que un vehículo blanco que se acercaba, se paró a su altura y un hombre preguntó:
—¿Es usted Óscar?
—Sí, soy yo.
—Monte, le llevó al aeropuerto. En dos horas salimos para Haití.
Subió al coche y este se perdió por una ancha avenida.
Un capítulo de su vida había terminado, el próximo estaba en blanco y preparado para ser escrito. Dejó atrás la cárcel, su condena había pasado. ¡Cuánto dolor tuvo que curtir su corazón! Cuando entró en aquella maldita prisión fue el día más triste de su vida; ahora estaba en la calle, salía después de tanto tiempo entre rejas, y tenía la obligación de ir en busca de la ansiada libertad. Recordó la desolada mañana en la que ingresó en ella; estaba solo, ignorando los duros días que le quedaban por vivir. Sin embargo, este nuevo viaje lo hacía acompañado de una pareja, que ya estaban dentro del vehículo: un joven moreno de unos treinta años y una joven algo menor. Óscar la miró y vio unos ojos curiosos y ansiosos, se dio cuenta que eran unos enamorados.
El joven se presentó:
—Me llamo Emilio.
—Yo me llamo Libertad —añadió la chica.
—Yo soy Óscar —correspondió él.
Y se dijo para sus adentros: “Libertad. Qué maravillosa palabra. Qué nombre más bonito y qué mirada más curiosa”.
—¿En qué hospital has trabajado antes? —interrogó ella.
A Óscar no le gustó la pregunta. Era comprometida. Tenía que inventar algo que fuera convincente, no quería decir que había estado en la cárcel. Miró a su alrededor tratando de inventar un argumento que resultara creíble y lo encontró:
—Cuando yo tenía veinte años me tocó en la lotería un gran premio. Mi madre me dijo que estudiara mucho y me saqué cuatro carreras, la última, la de medicina. No tengo problemas, no me faltará el dinero, pues contraté a una abogada que me administra muy bien mis bienes, mi sustento cada año aumenta más. Así que… ¿para qué trabajar?
La joven no preguntó más. Se conformó con aquella respuesta, pero Óscar se quedó con mal sabor de boca por la mentira que había soltado. No le gustó, no estaba acostumbrado a hacerlo. Siempre intentaba ser honesto e ir con la verdad por delante. Ahora la pareja pensaría que era caprichoso y un malcriado, un niño de papá, en definitiva, un ricachón.
Ya en el aeropuerto se encontraron con el resto del grupo que formaría la expedición. Entre los médicos y las enfermeras había un hombre más mayor, parecía ser quien dirigía.
—¿Usted es Óscar Ruipérez?
—Sí, soy yo.
—No ha practicado la medicina, pero veo que tiene otros estudios.
—Sí, he estudiado psicología, economía y derecho.
—Usted irá con el grupo C. Los del grupo A tenemos que determinar la gravedad cuando lleguemos. Hay epidemia, aunque la prensa ya no escriba nada, ni la televisión apenas ofrezca noticias. Venga, vayan facturando el equipaje —comentó el hombre dirigiéndose al grupo—. Nos espera un largo viaje.


















sábado, 4 de julio de 2015

Con el corazón de Eva

CON EL CORAZON DE EVA

–Mamá, me voy –dijo Eva cogiendo su abrigo.
 –Hija, ¿tan pronto? –preguntó, extrañada, la madre.
 –Sí, mamá, Álex me espera –dijo Eva ya en la puerta.
 –Espera, deja que te vea. Estás muy guapa con el vestido nuevo.
  –Sí, me lo he puesto porque Álex me va a llevar a cenar a un restaurante muy bello y muy moderno, de ésos que hacen cocina de diseño.
   –Me parece bien, hija.
   –¡Eva, vámonos ya! –apuró Álex desde la calle mientras encendía el motor de la moto.
   –Me voy, mamá, me está llamando.
   –Sí, ya lo he escuchado. Ten mucho cuidado con la moto –dijo preocupada la madre.
  –Tranquila, mamá, no me va a pasar nada –contestó Eva.
 –Adiós, hija, que te diviertas.
 –Adiós, mamá.
 La vio salir de casa con ese negro pelo suelto, bella como una rosa, alta, morena y delgada. A sus 17 años era muy responsable. El no haber tenido un padre a su lado la hizo ser más madura para su edad. Cursaba segundo de bachiller y se preparaba con gran ilusión para las pruebas de acceso a la universidad, pues quería ser economista. Sabía que era muy difícil por los escasos medios de su madre, pero ella trabajaría y así se ayudaría a sacar adelante la carrera.
 Media hora había pasado desde que se fue. La madre preparaba la cena cuando sintió un pinchazo en el corazón. Fue una sensación muy extraña pero no quiso echarle cuentas, cogió su plato y se fue hacia el salón. Acababa de sentarse cuando sonó el timbre de la puerta. Se asustó, no supo bien por qué. Su hija no podía ser porque tenía llave. Al abrir la puerta de calle se quedó paralizada, como si hubiera visto un espejismo. Era la Guardia Civil. 
   –Buenas noches, señora, ¿es usted Ana Delgado? –preguntó seriamente uno de los agentes, de aspecto frío y amargado, sus ojos grises le hacían parecer recién llegado del hielo.
   –Buenas noches, sí, ¿qué sucede?
   –¿Su hija se llama Eva Delgado? –preguntó el segundo guardia civil, más bajito y con una mirada más amable que el primero.
   –Sí, ¿qué le ha pasado? –volvió a preguntar Ana, cada vez más impaciente.
   –Lo siento, señora, su hija ha tenido un accidente de tráfico, hemos venido a comunicarle la noticia y a acompañarla al hospital.
  Todo le daba vueltas, su cara se había vuelto más blanca y sus ojos se humedecieron al instante.
   –¿Cómo ha sido? –fue lo único que se atrevió a preguntar.
   –Un coche los atropelló en un cruce, el conductor se ha dado a la fuga.
   –¿Y el joven que iba con mi hija?
   –Está muy grave y también lo trasladaron al hospital.
   –Vamos, no perdamos más tiempo, coja usted un abrigo –dijo el de los ojos grises.
   Ana cogió su abrigo, dio un portazo a la puerta y se subió sin perder un instante en el coche de la Guardia Civil. El camino al hospital se le hizo eterno, parecía no llegar nunca. Los agentes la acompañaron a la sala de espera de urgencias.
   –Siéntese aquí, señora Delgado, pronto vendrá un médico y le dirá cómo está su hija –le dijeron.
   –¿Tardará mucho en venir? –preguntó Ana, aún sin asimilar lo que estaba sucediendo.
   –No creo que tarde.
   Minutos después apareció el médico. Primero habló con los guardias que seguidamente se despidieron y se marcharon. El médico se aproximó al sitio donde estaba sentada Ana.
   –Señora, su hija ha tenido un accidente muy grave –le dijo.
   –¿Cómo está mi hija? Dígame doctor, ¿cómo está? ¿Está muerta, doctor?
   El médico le echó el brazo por encima para que se tranquilizara y habló muy despacio.
   –Señora, su hija está clínicamente muerta –dijo el doctor con voz firme y clara.
   –¿Qué quiere decir con eso?
   –Mire, su hija ha recibido un golpe muy fuerte en la cabeza y ha quedado en coma.
   –Pero… ¿Hay alguna manera de que mejore?
   –No, no hay ni una gota de esperanza, los daños son irreversibles, quedará en estado vegetativo toda la vida. La sostienen las máquinas, pero tarde o temprano ni las máquinas podrán impedir que su fuerte corazón pierda su  vitalidad.
   Ana estalló en sollozos. No se lo podía creer. Su hija, su única hija, la había perdido y no había marcha atrás.
   El médico esperó unos minutos. Después dijo:
   –Quiero pedirle un favor, señora.
   –¿Qué tipo de favor?
   –Soy consciente de que éste no es el momento apropiado, y tendrá que disculparme si no soy delicado al pedírselo, pero hay muchos pacientes en condición crítica y con posibilidades de recuperación si se los sometiera a un trasplante. Su hija no tiene ninguna posibilidad y sus órganos están en buen estado. ¿Sería usted capaz de donarlos? No quiero ni es mi deber presionarla, pero sí es mi deber velar por aquellos pacientes que dependen de la generosidad de personas como usted, señora. Piense cuántas vidas salvaría.
   –No sé qué hacer, estoy muy confusa.
   –Lo puedo imaginar, lo sé por experiencia, yo sufrí lo mismo hace cinco años. La voy a dejar sola para que lo piense. Su hija está por aquí, sígame, por favor.
   Llegaron a un pasillo, el médico abrió la puerta de una habitación y allí Ana vio a su hija, acostada, rodeada de sondas y máquinas que emitían rítmicos sonidos. Su cabeza estaba vendada, pero por la expresión de su rostro parecía no sufrir, como si nada le hubiera sucedido.
   –La dejo, vendré dentro de unos minutos.
   El doctor se marchó. Ana quedó sola. Echaba de menos tener a una persona a su lado que la confortara, le cogiera la mano y le diera calor. Entonces recordó al  padre de su hija, el hombre al que ella tanto quiso.

                                ********************  

   Era  una niña y vivía con su tía que regentaba una pensión en el centro de Sevilla, en un barrio de calles coquetas, muy estrechas y antiguas. Ana la ayudaba a limpiar las habitaciones y encargos menores. Una noche, su tía le pidió:
   –Ve a la habitación 19 y llévale al cliente esta almohada.
   –Sí, tita, ahora mismo.
    Ana tocó a la puerta, esperó unos minutos, entonces la puerta se abrió y apareció  un hombre moreno, de unos 26 años, muy alto, de ojos negros y piel blanca. Ana notó por sus rasgos que no era del sur. Él la hizo pasar, ella dejó en la cama lo que llevaba en su mano y lo miró. Fue sólo un instante pero algo se despertó en su corazón. Era muy joven para darse cuenta de que aquello era amor a primera vista.
   –Vaya, si eres sólo una niña, ¿cómo es que estás trabajando aquí? –preguntó él sorprendido.
   –No, sólo ayudo a mi tía. Y usted, ¿trabaja o sólo está de paso?
   –No me digas usted, que me haces sentir un viejo –y soltó una risa burlona–. Yo estoy aquí por trabajo, soy arquitecto y he venido a construir un edificio.
   –Vaya, eso está muy interesante. Bueno, me voy ya, buenas noches.
   –Espera, ¿cómo te llamas?
   –Me llamo Ana.
   –Yo me llamo Antonio. Ya nos veremos otro día, buenas noches.
   –Buenas noches.
   La joven salió de la  habitación. Flotaba como si la sostuviera una nube. Qué hombre tan guapo, se decía a sí misma.
   Al otro día se cruzaron en una calle cerca de la pensión.  
   –Ana, ¿qué haces por aquí?
   –Estoy haciéndole un recado a mi tía.
   –¿Quieres un café, o qué te apetece tomar?
   –Nada, tengo que ir  a casa, si tardo mucho se enfadará.
   –Bueno, como quieras, ya nos veremos. Adiós, Ana.
   –Adiós.
   Él la vio alejarse, fijó en ella su mirada suave, hasta perderse tras una esquina, entre la gente. ¿Qué le pasaba con aquella chiquilla –se repetía–, si es sólo una niña, o me estoy enamorando de ella? Él movió la cabeza, como si pudiera sacudirse esos pensamientos.
   No pasaba un día sin verla cuando se iba o al volver. El amor comenzaba a nacer dentro de él, pero no debía dejar que creciera, pues ella era sólo una niña.
   Siempre pedía algo en la pensión con la esperanza de que la enviaran a ella. A veces tenía suerte. Después de cinco meses, una noche la vio venir por el pasillo y la llamó.
   –Ana, deseo hablar contigo.
   Entraron en la habitación. Él estaba nervioso, le costaba creer que lo que sentía por ella pudiera estar ocurriéndole.
   –Ana, no puedo luchar contra mis sentimientos. No vivo si no te veo. Estoy nervioso cuando estoy cerca de ti. Mi corazón se acelera cuando estás a mi lado. Me gustas, Ana, me gustas mucho.
   Ana sintió vergüenza pero dijo con su voz suave:  
   –A mí también me gusta usted.
   –¿Qué edad tienes?
   –Tengo 16 años.
   Diez años más joven que él. Estaba loco por haberse enamorado de ella. Aquella noche perdió la cabeza. La besó, la acarició y vio su amor correspondido por las tímidas caricias de ella. Ana sintió algo bello y abrasador, que él la quería y creyó morir en su abrazo.  
   Siempre recordaría que aquella noche él la trató con respeto y una inmensa ternura

viernes, 3 de julio de 2015

El lobo gris herido

Se preguntó cómo haría para cazarla, pues no podía correr: “Con lo rápida que es la liebre y yo sin fuerzas”. Fue acercándose con sigilo. Sorprendentemente, la liebre, cuando vio al lobo, exclamó: “¡Gracias a dios! Mi sufrimiento se acaba”. Estaba herida, ya que un cazador le había disparado unos días antes; tenía el costado destrozado y no podía mover sus patas. Sin poder caminar, se había quedado a merced del tiempo, sin esperanza para su vida. Cuando el lobo se acercó a la liebre, le dijo: “Siento comerte, pero necesito alimento”. La liebre le contestó: “No te detengas, te doy las gracias y ten cuidado porque por esta zona hay muchos cazadores que no respetan nada en este bosque”.
El lobo se comió a la moribunda liebre y de esta manera recuperó sus fuerzas. Ahora debía pensar dónde estaba su manada y cómo podía pasar la noche. Buscó un lugar entre dos rocas que formaban una especie de cueva, donde se ocultó para reponerse y descansar. Por la mañana tenía que correr para alcanzar a la manada, antes de llegar a las tierras del norte. No sabía bien dónde estaba, pero su instinto lo guiaría y de esa manera se reuniría con su familia y su amiga loba con las que tanto había jugado.
Aquella noche, mientras el lobo dormía, la Luna iluminaba el cielo. Volvió a visitar al joven lobo, pero no lo vio en el zarzal. Se puso muy contenta, ya que ahora el lobo gris era libre y tendría tiempo de verlo en las tierras del norte. La Luna comenzó a cantar de alegría, una melodía de luz que llevaba el viento. Este corría y corría

jueves, 2 de julio de 2015

El lobo gris herido

Llegó el día siguiente, el lobo seguía apresado. El dolor era intenso y no se podía mover. Su curiosidad le había llevado hasta las piedras de un pequeño montículo, cayendo a aquel lugar de zarza y espina. Apresado, lloraba de rabia, lamentándose continuamente de su mala suerte. Cuando los rayos de sol se perdieron en el horizonte, llegó la oscuridad. La soledad era muy dura; nadie le hacía compañía. La Luna salió rápidamente de detrás de las montañas. Ella lo acompañaba y lloraba su agonía; él la observaba, viendo cómo la Luna, su amada, su amiga, sollozaba.
Aquella noche le cantó una nana y el lobo se fue quedando dormido. Le fallaron las fuerzas, pues la falta de comida le estaba debilitando. El lobo soñó y, en su ilusión, volaba como un águila real, surcando el cielo. Mientras soñaba se encontró con un pájaro que le preguntó quién era; tenía que ser una fantasía porque un lobo volar no podía.
El lobo, sonriendo, fue a posarse entre margaritas y una mariposa, que le veía como una extraña criatura con ojos que parecían el día, le preguntó que de dónde venía. Él la mandó callar pues no era más que una pequeña mariposilla, a lo que ella exclamó: “¡Sí, pero soy bella como la flores que pisas!”. El lobo se disculpó, apartándose de las florecillas: “¡Oh, Perdón! Soy un lobo volador con gran maestría, el rey de la colina, donde puedo hablar con la Luna. Ella me ha dado el poder de volar cada día, puedo ver las águilas en el cielo, puedo ir con ellas”. La mariposa no se lo creía: “Anda, vete de aquí con esa fantasía”. El lobo quiso volar pero no podía.
Lo despertó un fuerte golpe, abrió los ojos y miró hacia arriba, viendo el zarzal. Todavía no se había dado cuenta de lo débil que estaba. Se fue soltando hasta caer por su propio peso. Mucho más delgado, se puso de pie, aunque casi no podía pues las fuerzas le fallaban.
Tenía mucha hambre, pero ahora sin fuerzas no podría cazar. Se metió entre los árboles con paso lento, donde podría encontrar algo de comer para recuperar fuerzas. Mirando, oliendo, a lo lejos vio a una liebre de las nieves. Se preguntó cómo haría 

miércoles, 1 de julio de 2015

EL LOBO GRIS HERIDO


En las frías estepas de un lugar olvidado, donde a lo lejos se divisan unas cadenas montañosas nevadas, una manada de lobos grises camina agrupada por esa llanura desoladora, confundiéndose con la nieve.
El lobo Alfa es el rey de la manada. El gran lobo de cabellera gris mira al cielo en la noche de su desesperanza; en el horizonte, los últimos rayos de sol forman unas finas nubes de fuego, dando paso a una oscura noche.
Sus patas se hunden en la nieve. La manada va adentrándose en un bosque amigo. Los árboles, como centinelas en el tiempo, le dan la bienvenida. Los lobos se resguardan del viento y cuando la Luna está en lo más alto, en todo su esplendor, los aullidos de los lobos suenan como un lamento en la fría noche, como melodías de otros tiempos.
Por la mañana, la manada ya despierta, está dispuesta para su partida, pero un inconsciente y joven lobo, muy nervioso por descubrir cosas nuevas, se acercó a unas rocas y antes de darse cuenta, cayó a un zarzal quedando aprisionado entre las espinas. Cuanto más se movía, más preso quedaba.
El jefe de la manada dijo: “Eso pasa por no respetar las normas. Vámonos”. La madre del joven lobo replicó, diciendo: “No podemos dejarlo aquí solo”, pero el lobo Alfa no cedió: “No podemos hacer nada por él y no podemos esperar. Debemos seguir hacia delante, pues las tierras del norte nos esperan”.
Los lobos, aullando, se alejaron del aquel lugar, dejando solo al joven lobo, entristecido viendo cómo se alejaban. El joven intentó escapar, pero todos sus esfuerzos fueron inútiles. Allí estaba el temido lobo de las praderas en un zarzal. Las espinas se le clavaban como alfileres y la sangre que de sus patas brotaba, manchó la nieve blanca de un rojo intenso.
Aquella noche, la Luna lo iluminó con su suave luz, que lo bañó de amor. Veía, allí abajo, entre las piedras y zarzas, a un lobo herido y le hizo compañía. La Luna lloraba, sentía el dolor de sus heridas y le cantó una suave melodía.
Llegó el día siguiente, el lobo seguía apresado. El dolor era intenso y no se podía mover. Su curiosidad le había llevado hasta las piedras de un pequeño montículo, cayendo a aquel lugar de zarza y espina. Apresado, lloraba de rabia, lamentándose continuamente de su mala suerte. Cuando los rayos de sol se perdieron en el horizonte, llegó la oscuridad. La soledad era muy dura; nadie le hacía compañía. La Luna salió rápidamente de detrás de las montañas. Ella lo acompañaba y lloraba su agonía; él la observaba, viendo cómo la Luna, su amada, su amiga, sollozaba.