Se preguntó cómo
haría para cazarla, pues no podía correr: “Con lo rápida que es la liebre y yo
sin fuerzas”. Fue acercándose con sigilo. Sorprendentemente, la liebre, cuando
vio al lobo, exclamó: “¡Gracias a dios! Mi sufrimiento se acaba”. Estaba
herida, ya que un cazador le había disparado unos días antes; tenía el costado
destrozado y no podía mover sus patas. Sin poder caminar, se había quedado a
merced del tiempo, sin esperanza para su vida. Cuando el lobo se acercó a la
liebre, le dijo: “Siento comerte, pero necesito alimento”. La liebre le contestó:
“No te detengas, te doy las gracias y ten cuidado porque por esta zona hay
muchos cazadores que no respetan nada en este bosque”.
El lobo se comió
a la moribunda liebre y de esta manera recuperó sus fuerzas. Ahora debía pensar
dónde estaba su manada y cómo podía pasar la noche. Buscó un lugar entre dos
rocas que formaban una especie de cueva, donde se ocultó para reponerse y
descansar. Por la mañana tenía que correr para alcanzar a la manada, antes de
llegar a las tierras del norte. No sabía bien dónde estaba, pero su instinto lo
guiaría y de esa manera se reuniría con su familia y su amiga loba con las que tanto había
jugado.
Aquella noche,
mientras el lobo dormía, la Luna iluminaba el cielo. Volvió a visitar al joven
lobo, pero no lo vio en el zarzal. Se puso muy contenta, ya que ahora el lobo
gris era libre y tendría tiempo de verlo en las tierras del norte. La Luna
comenzó a cantar de alegría, una melodía de luz que llevaba el viento. Este
corría y corría
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