La mañana
del 20 de Febrero amaneció fría.
Óscar
recogió toda la ropa que su hijo le había comprado, la metió en la mochila,
tomó un café, recogió la cocina y lo dejó todo limpio y ordenado. Dio una
vuelta por aquella casa que había sido su hogar durante tres días. Miró el
dormitorio, pensó en su amada Julia y comprobó que tras el tiempo que habían
estado separados, veinte años, la seguía queriendo. Sentía el amor en su
corazón tan fuerte como el primer día, cuando salía con aquella alocada
chiquilla, ahora convertida en una mujer hermosa, clásica en el vestir y muy
elegante. La recordaba con la camiseta blanca ancha, los pantalones vaqueros
rotos y el collar de piedras que le gustaba llevar. Lo que más sentía ahora es
que su mirada fuera triste, que su corazón estuviera vacío. Qué fría sería su
vida al lado del maldito contable que la enamoró para después maltratarla
psicológicamente. Hizo una mueca de rabia, suspiró y salió a la calle. Una
placita era el punto de encuentro, un coche vendría a recogerlo.
Él se
preguntaba cómo sería la organización de Médicos Sin Fronteras. Vio que un
vehículo blanco que se acercaba, se paró a su altura y un hombre preguntó:
—¿Es usted
Óscar?
—Sí, soy yo.
—Monte, le
llevó al aeropuerto. En dos horas salimos para Haití.
Subió al
coche y este se perdió por una ancha avenida.
Un capítulo
de su vida había terminado, el próximo estaba en blanco y preparado para ser
escrito. Dejó atrás la cárcel, su condena había pasado. ¡Cuánto dolor tuvo que
curtir su corazón! Cuando entró en aquella maldita prisión fue el día más
triste de su vida; ahora estaba en la calle, salía después de tanto tiempo
entre rejas, y tenía la obligación de ir en busca de la ansiada libertad.
Recordó la desolada mañana en la que ingresó en ella; estaba solo, ignorando
los duros días que le quedaban por vivir. Sin embargo, este nuevo viaje lo
hacía acompañado de una pareja, que ya estaban dentro del vehículo: un joven
moreno de unos treinta años y una joven algo menor. Óscar la miró y vio unos
ojos curiosos y ansiosos, se dio cuenta que eran unos enamorados.
El joven se
presentó:
—Me llamo Emilio.
—Yo me llamo
Libertad —añadió la chica.
—Yo soy
Óscar —correspondió él.
Y se dijo
para sus adentros: “Libertad. Qué maravillosa palabra. Qué nombre más bonito y
qué mirada más curiosa”.
—¿En qué
hospital has trabajado antes? —interrogó ella.
A Óscar no
le gustó la pregunta. Era comprometida. Tenía que inventar algo que fuera
convincente, no quería decir que había estado en la cárcel. Miró a su alrededor
tratando de inventar un argumento que resultara creíble y lo encontró:
—Cuando yo
tenía veinte años me tocó en la lotería un gran premio. Mi madre me dijo que
estudiara mucho y me saqué cuatro carreras, la última, la de medicina. No tengo
problemas, no me faltará el dinero, pues contraté a una abogada que me
administra muy bien mis bienes, mi sustento cada año aumenta más. Así que…
¿para qué trabajar?
La joven no
preguntó más. Se conformó con aquella respuesta, pero Óscar se quedó con mal
sabor de boca por la mentira que había soltado. No le gustó, no estaba
acostumbrado a hacerlo. Siempre intentaba ser honesto e ir con la verdad por
delante. Ahora la pareja pensaría que era caprichoso y un malcriado, un niño de
papá, en definitiva, un ricachón.
Ya en el
aeropuerto se encontraron con el resto del grupo que formaría la expedición.
Entre los médicos y las enfermeras había un hombre más mayor, parecía ser quien
dirigía.
—¿Usted es
Óscar Ruipérez?
—Sí, soy yo.
—No ha
practicado la medicina, pero veo que tiene otros estudios.
—Sí, he
estudiado psicología, economía y derecho.
—Usted irá
con el grupo C. Los del grupo A tenemos que determinar la gravedad cuando
lleguemos. Hay epidemia, aunque la prensa ya no escriba nada, ni la televisión
apenas ofrezca noticias. Venga, vayan facturando el equipaje —comentó el hombre
dirigiéndose al grupo—. Nos espera un largo viaje.
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