EL LOBO GRIS HERIDO
El lobo se comió
a la moribunda liebre y de esta manera recuperó sus fuerzas. Ahora debía pensar
dónde estaba su manada y cómo podía pasar la noche. Buscó un lugar entre dos
rocas que formaban una especie de cueva, donde se ocultó para reponerse y
descansar. Por la mañana tenía que correr para alcanzar a la manada, antes de
llegar a las tierras del norte. No sabía bien dónde estaba, pero su instinto lo
guiaría y de esa manera se reuniría con su familia y su amiga loba, con las que
tanto había jugado.
Aquella noche,
mientras el lobo dormía, la Luna iluminaba el cielo. Volvió a visitar al joven
lobo, pero no lo vio en el zarzal. Se puso muy contenta, ya que ahora el lobo
gris era libre y tendría tiempo de verlo en las tierras del norte. La Luna
comenzó a cantar de alegría, una melodía de luz que llevaba el viento. Este
corría y corría, surcando las colinas hasta llegar a las tierras donde estaba
la manada. El jefe lobo escuchó las noticias y se lo comunicó a los demás:
“Nuestro joven amigo ha podido liberarse y pronto llegará con nosotros. Debemos
prepararle una buena bienvenida”. La manada se alegró mucho y caminó más
despacio para que el joven le pudiera dar alcance.
A la mañana
siguiente, el sol aparecía por el horizonte y el lobo ya había recuperado toda
su fuerza. Ahora estaba preparado para emprender la marcha; voló como el viento
entre los árboles, entre los arroyuelos que discurrían por las laderas, y no
paró de correr. Era joven, fuerte, estaba en plenitud de su fortaleza, más que
correr, volaba y, a la noche, por fin, divisó a la manada. Una joven lobezna,
su amiga, salió a su encuentro y le dio la bienvenida de nuevo a su familia:
“Pensé que ya no te volvería a ver”. El joven, casi sin poder hablar, le dio
las gracias y juntos llegaron al lado del rey de la manada. Con su voz roca, el
jefe le dijo: “Bienvenido. A partir de ahora cuida de no perderte y preocúpate
más de los jóvenes. Debemos cuidarnos unos a los otros por nuestra supervivencia”.
Todos los lobos
le dieron la bienvenida y aquella noche fue muy especial para el joven lobo, ya
que, cuando la Luna estuvo en el cielo, le dio las gracias por sus melodías y
su ayuda cuando estaba apresado entre zarzas y espinas. La Luna le sonrió;
estaba radiante de ver al lobo contento y feliz. El lobo aullaba en lo alto de
una roca en la hermosa noche de las tierras del norte.
A la mañana
siguiente, cuando el sol estaba bien alto, el joven lobo empezó a jugar con su
loba amiga, corrían, rodaban por la nieve y después volvían a correr hasta
perderse entre los árboles. El jefe de la manada los miraba y pensó que el
joven lobo pronto sería adulto y tendría su familia. Sería el nuevo rey de la
manada y tendría que encargase de llevar a las próximas manadas de lobos a las
tierras del norte. Él ya era muy viejo para ese cometido y las nuevas
generaciones pedían paso.
El amor nació
entre nuestros dos jóvenes lobos y antes de llegar el siguiente invierno, la
hembra buscó una cueva donde nacerían sus cachorros. Tuvo cuatro cachorritos,
dos como su padre y dos iguales que la madre. Los cachorros todavía no tenían
el color gris, eran un poco más blancos, pero de mayor serían cuatro lobos
grises como sus padres. El joven lobo ya era un gran macho alfa, dominador de
la manada y su corazón estaba con su loba. La amaba y cortó una hermosa rosa
roja que en la boca llevó a su joven esposa, quien, emocionada, derramó unas
lágrimas por sus mejillas en agradecimiento. Le miraba con un brillo muy
especial, que ahora más que nunca relucía; esa mirada de plata que cautivaba
los ojos del bello lobo gris.
Una de aquellas
noches, el lobo gris subió a la colina y allí, solo, en lo alto de una roca
esperaba a que saliera la Luna. Una vez que la Luna estaba en el cielo, el lobo
le dijo: “Amada Luna, quiero que me ayudes a conducir mi manada. Como sabes, mi
padre ya es viejo, tengo cuatro cachorros y esposa. Quiero que me ilumines con
tu luz”. La Luna le contestó: “Querido amigo lobo, no tienes que preocuparte,
mis rayos te llenarán de luz y te alumbraran el camino; el viento te informará
de los peligros del bosque y tu manada estará a salvo. Vete tranquilo, siempre
puedes contar conmigo”. El lobo asintió e inclinó la cabeza. La Luna, esa
noche, cantó una dulce melodía que hizo a los lobos soñar, que hizo que se
sintieran libres en aquellas tierras del norte.
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