viernes, 19 de agosto de 2016

REGALO

REGALO

Aquel día amaneció claro, lucía un sol radiante, me asomé por la ventana de mi habitación, desde allí miré a la calle, vi la cantidad de personas que aquella mañana caminaban por la acera. Yo vivía en una zona amplia de jardines. En frente de mi casa se encontraba el hospital universitario. En el centro de la calle había un parque alargado con plantas y flores y bancos donde la gente se sentaba a pasar el tiempo.
Eran las diez de la mañana, tenía que sacar a mi perro a pasear. Fui al baño para arreglarme, me miré al espejo y vi mis profundas ojeras, ―otra noche más de dolor y sin poder dormir ―pensé en voz alta. Las crisis eran cada vez más frecuentes, no quería tomar medicamentos porque no quería hacerme adicta a ellos, aunque cada día me encontraba peor de salud.
Habían pasado dos años desde el día del accidente, aquel fatídico día que me encontraba parada con mi coche en un semáforo en rojo cuando el coche que me seguía no frenó a tiempo, me dio por detrás y desplazó mi coche varios metros. Acabé en mitad del cruce y no pude evitar que un coche me diera por el lateral, por lo que me dijeron los testigos, mi coche bailó como un trompo. Salvé la vida, pero las secuelas son irreversibles; desde aquel día los mareos son constantes, a parte, mis cervicales quedaron muy dañadas y los dolores son terribles, solo cuento con los masajes para relajarme y descansar y con la rehabilitación para aliviar mis dolores.
Cada vez que me miro al espejo me repito una y otra vez ―estoy bien, estoy bien, y cada día mejor ―pero aquel día no podía, me encontraba tan mal. Sin darme cuenta desvié la miraba hacia el pelo y me di cuenta que tenía una cana, que gracia una cana, ―voy para mayor ―me dije. En el fondo no soy una persona que me preocupo por la apariencia, no me maquillo mucho y suelo llevar el pelo recogido con un pasador. Mi pelo es de color castaño claro y mis ojos son marrones.
Mirándome en el espejo me vinieron a la mente los recuerdos de mis dos hijos que están lejos de mí, el pequeño está en Inglaterra estudiando, perfeccionando el inglés, se llama Carlos. David es mi otro hijo, está en Alemania trabajando, él es ingeniero. Suelo hablar mucho con ellos por teléfono y por mensaje. Desde que a mi marido lo destinaron a esta ciudad yo me siento más libre, no conozco a nadie, me siento feliz y me pongo la ropa que quiero.
Terminé de arreglarme y fui a vestirme, elegí mi camisa favorita, que era de un bonito color azul y un pantalón blanco.
En ese momento oí los ladridos de mi pequeño perro, se llama Regalo, le puse ese nombre porque me lo regalaron después de mi accidente, el mejor regalo que me pudieron hacer.
―Está bien, Regalo ―le dije―, ya vamos al parque, espérate.
A mi marido no le gustaban los perros pero lo aceptó por mí, mi marido es un aburrido y amargado médico, cada día que pasa está más amargado. Yo por mi parte me siento más sola y para mí es una bendición tener mi pequeño perro. Le puse el collar y la cadena y me fui con él al parque.
Cuando llegué lo dejé suelto para que corriera. Antes de que me diera cuenta mi perro se perdió de vista, yo lo llamaba pero él no me hacía caso. Lo encontré junto a una mujer muy sola que estaba sentada en un banco. Por su actitud, parecía encontrarse a gusto con esa mujer, ella lo acariciaba y jugueteaba con sus orejas. Yo lo llamé.
―Regalo, ven aquí, no molestes más a la señora.
Nada, no me hacía caso, aligerando el paso llegué al banco donde estaba la señora.
―Señora, ¿mi perro le está molestando? ―le dije algo acalorada.
―No ―dijo ella mirándome con sus ojos llenos de lágrimas.
Qué le pasaría aquella mujer me preguntaba, decidí preguntarle.
―¿Qué le pasa? ¿Puedo ayudarla?
La mujer se quedó un rato callada, yo esperé a que se tomara su tiempo, pues veía que quería desahogarse. Al rato dejó de llorar y empezó a contarme una historia tan triste que yo lo único que hice fue escucharla a su lado.
―Tengo a mi hijo muy enfermo, no sé cuánto durará o cuánta vida le queda, llevo tanto tiempo sufriendo, ya no me queda fuerza para seguir luchando.
Seguía mirándome, volvió a derramar sus lágrimas aunque ya no le quedaban, sentí en mi pecho una opresión de dolor, sentí la necesidad de abrazarla, darle mi calor y seguí escuchando la llamada llena de dolor de una madre desesperada, pues tenía a su hijo enfermo, no sabía dónde llamar, a qué puerta tocar o a qué Dios encomendarse, aferrada a su único hijo enfermo y con aquel dolor que la consumía en una profunda desesperación. Quería echarle la culpa a alguien pero no sabía a quién.
―Me vengo a este parque a desahogarme cuando la enfermera limpia la habitación y hacen la cama ―siguió contándome.
Durante un buen rato seguimos hablando de su hijo. Tiene una enfermedad terrible, con periodos críticos y cada vez peores. Comenzó con los riñones y poco a poco se extendió a otras partes de cuerpo, aquella enfermedad devoraba las defensas. Ella se quedó callada, me miro con sus ojos enrojecidos de tanto llorar y al final me preguntó.
―¿Cómo se llama usted?
―Me llamo Elena ¿y usted? ―le contesté suavemente.
―Yo me llamo María ―me dijo.
María siguió relatando más síntomas de aquella enfermedad que padecía su hijo. Él se sentía muy cansado, con gran malestar general, fue perdiendo el apetito y se quedó muy delgado, los dolores articulares fueron agravándose poco a poco. También tiene cefaleas, migrañas, crisis compulsivas, depresión y ansiedad.
―Esa enfermedad no tiene cura ―le dije.
―Elena, tienes razón, no tiene cura ―me dijo ella cabizbaja.
―¿Qué medicación tiene? ―le pregunté.
―La medicación es una dosis baja en corticosteroides ―contestó María.
Yo la mire con dolor, veía cómo la cara le cambiaba por el dolor que le producían sus mismas palabras.
Mi corazón latía con fuerza y me dolía porque me contaba todo aquello ―¿qué podía hacer yo? ―me pregunté, aunque cómo sabía que ella necesitaba expresarme  toda aquella tristeza que su corazón tenía, me mantuve a su lado, mi amor de madre me impedía salir corriendo de aquel lugar en aquella situación tan delicada, ella continuaba contándome.
―Las inflamaciones del pulmón le producen mucha fiebre y tos.
―Pero María, usted me está contando muchas enfermedades en una sola persona ¿cómo puede ser esta enfermedad tan dura? ―le pregunté.
―Sí es muy dura, encima no se ni el tiempo que le quedará de vida. Maldito Lupus, se lo está llevando ―me contestó.
Sin decirme nada más la mujer se levantó y se despidió de mí con un seco adiós. La vi alejarse en dirección al hospital, vi como las puertas de cristales se abrían a su paso y se cerraban tras ella. Ya no pude verla más, me quedé de pie sin moverme mirando aquel edificio gris con aquellos balcones feos. Aunque mi marido trabajaba allí, nunca me había fijado en él, lo miraba como si fuera la primera vez que lo hacía. Nunca me di cuenta de lo que encerraban aquellas paredes, cuánto dolor, cuántas historias, cuánta desesperación.
Mi perrito vino corriendo echándome las patitas, me sobresaltó.
―Hola Regalo, vamos para casa, a saber qué hora es ―le dije.
Me di cuenta de que era ya muy tarde, mi marido no tardaría en venir a comer. Tenía que prepararle la comida y  me gustaría contarle la historia de aquella pobre mujer, pero, cómo hacerlo si todo cambió entre nosotros desde el día del accidente. Él se convirtió en un ser agrio, ya no era cariñoso como antes, ni el amor hacíamos ya, parecía que se sentía a disgusto conmigo, Vinieron a mi mente unos negros pensamiento, una guapa enfermera lo podría estar enamorando o una rubia despampanante doctora lo podría estar seduciendo. Rápidamente alejé esos pensamientos pues me hacían daño y me llenaban de tristeza.
Llegué a casa y me cambié de ropa, hice la comida, unas verduras salteadas y un pescado a la plancha, en ese momento sentí la llave abriendo la puerta, y  salí a recibirle.
―Hola, ¿qué tal el día? ―le pregunté.
―Bien como siempre, muchos pacientes ―me contestó eso nada más.
Me dio un beso en la mejilla, como siempre, frío y sin decir nada se sentó en la mesa y almorzamos, después, preparé un café y nos sentamos en el sofá, estaba ansiosa por contarle pero no me atrevía así que me arme de valor.
―Hoy he conocido a una mujer ―empecé a contarle la historia.
―Sí, ¿dónde? ―me respondió él.
—En el parque cuando llevé a Regalo a pasear, me la encontré en un banco muy triste, sabes, ella tiene un hijo en el hospital con una enfermedad de esas llamadas raras.
―¡Qué tiene una enfermedad rara! ¿Cuál es? ―me preguntó interesado.
―Es una enfermedad que poco a poco va alterando todo el organismo, va despacio; además, me ha dicho que no tiene cura y que su hijo se morirá, me dio tanta pena. Encima , Encima como no conozco bien esa enfermedad no puedo hacer nada por ayudarla, tengo muchas ganas de que llegue mañana para volver a hablar con ella, voy a buscar más información por Internet a ver si puedo saber más de esa enfermedad.
―Hace mucho tiempo que no te veo tan interesada por nadie, desde el accidente dejaste de pensar en todo, no me preguntas cómo me encuentro, cómo van mis pacientes, no te preocupas por mí ni por nada referente a mi trabajo; antes me ayudabas, siempre tenías una palabra para aliviar mi tensión, y ahora te has olvidado completamente de mí, me hace falta tu consejo y hace mucho tiempo que nunca estás presente ―me dijo.
―Cómo que no, si estoy aquí a tu lado ―le dije sorprendida por sus palabras. No se me ocurrió otra cosa.
―Sí ―contestó él y añadió―, físicamente estás aquí, mentalmente estás muy lejos, hace mucho que dejaste de aconsejarme, y echo de menos tu apoyo. Cuando un paciente se muere, tú tenías siempre la palabra justa para aliviar mi dolor. Maldito accidente que te apartó de mi lado y maldigo mil veces los dolores que soportas cada noche, me da miedo tocarte, me da miedo hacerte daño.
Yo no esperaba aquella reacción de mi marido y le hable con delicadeza.
―¿Por qué piensas que puedes hacerme daño? ―le dije.― Yo también te necesito a mi lado, necesito de tus caricias, que me hables como antes me hablabas.
Mi marido me besó con suavidad, yo me estremecí, él tenía necesidad de mí y yo de él. Quizá tenía razón y yo solo pensaba en mí misma desde el accidente. Podía haberle hablado más de mis sentimientos, de lo sola que estaba. Me sentí avergonzada de haber pensado lo que pensé de él, que se iría con una enfermera o una  doctora.
Aquella tarde hicimos el amor después de tantos meses, nos sentíamos tan a gusto, nos sonreíamos y nos besábamos una y otra vez.
―No quiero que te alejes más de mí, quiero estar contigo y cuando tengas una crisis no me eches de tu lado, yo no quería estar sobre ti para no agobiarte con mis cuidados ―me dijo mi marido.
―No te echaré, quiero que estés a mi lado, no quiero estar más tiempo como he estado hasta ahora, tan sola.
Me quedé junto a él sintiendo sus caricias, sintiéndome bien. A la mañana siguiente, cuando me levanté, estaba deseando que llegara la hora de sacar a Regalo y volver a hablar con María, fui al parque pero ella  no vino ese día. Desolada día, desolada me fui para casa y esperé que llegara mi marido, cuando sentí que abría la puerta salí a recibirlo, esperé que entrara y le di un beso.
―Hoy no has visto a esa mujer, ¿verdad? ―me preguntó mi marido.
―No ―le respondí―, ella no ha venido hoy, la esperé durante un buen rato pero no apareció.
―Tengo una noticia para ti, al hijo de esa mujer le han dado el alta y se ha marchado para su casa.
―¿Por qué? ¿Está mejor el joven? ―le pregunté.
―No es por eso. Elena, le han dado el alta para que pase con su familia sus últimos días, solo un milagro puede salvar a ese joven. Esa es una enfermedad dura con muchas complicaciones, aunque la medicina está avanzada con ciertas enfermedades estamos como al principio, no sabemos nada.
Sentí cómo mi corazón se rompía, jamás pensé que me doliera tanto una persona que no conocía. Pensé toda la tarde triste.
Aquella tarde mi maridó me dijo que me arreglara bien pues iríamos a cenar fuera, me comentó que conocía un restaurante muy coqueto. Yo me ilusioné mucho, hacía tanto tiempo que no cenaba fuera de casa. Aprovechando que él se quedó dormido, fui y miré el armario, me di cuenta que apenas tenía nada apropiado para la ocasión pues el único vestido que tenía me quedaba algo estrecho. Decidida, cogí el bolso y salí a la calle, tenía que comprarme un vestido nuevo, pedí un taxi y me dirigí al centro comercial. Ya en él, me dispuse a ver escaparates, hasta que hallé  un vestido negro en uno de ellos, entré en la tienda y me lo compré; tenía unos tirantes finos y un escote muy pronunciado, me sentaba muy bien. Después entré en una peluquería, me atendió una chica joven que me peinó muy bien, me recogió el pelo en una especie de moño con muchos mechones de pico saliendo del recogido, quedé muy contenta con el peinado, era muy moderno. Cuando terminé de comprar todo lo que me hacía falta, pedí de nuevo otro taxi y volví a mi casa.
Cuando llegué, mi marido estaba en el baño, terminando de ducharse.
―¿Dónde has estado? He salido al parque a buscarte y no estabas, y te he llamado pero no me lo has cogido, estaba preocupado ―me dijo al verme.
―Fui a comprarme un vestido, hace tanto tiempo que no salimos que no tenía nada nuevo en mi armario.
―Me gustas como vistes ahora, tan desenfadada y cómoda, siempre has sido muy elegante, con cualquier cosa que te pongas estás preciosa.
―Gracias, eres muy amable ―le dije entre risas.
La hora de la cena llegó y me puse mi vestido nuevo, una gargantilla y los pendientes a juego.
―Vaya elegancia, te voy a tener que invitar más a menudo para que te arregles de esa forma, me siento orgulloso de llevarte a cenar a mi lado ―me dijo cuando me vio arreglada.
No me pude resistir me lancé a sus labios apasionadamente para agradecerle el cumplido, después de aquel momento de pasión decidimos irnos.
Cuando llegamos al restaurante no había mesa libre.
―Lo siento mucho, no tenemos más mesas libres y no puedo ponerlos con otras personas ―dijo el camarero.
―Vaya, no pensé que había que reservar entre semana ―le contestó mi marido.
―No es necesario reservar entre semana, pero hoy no sé qué es lo que ha pasado,  que ha venido mucha más gente que de costumbre, nunca se me llenan todas las mesas. Lo siento señor ―volvió a decir el camarero.
―No se preocupe, volveremos otro día. Adiós ―se despidió mi marido.
―Lo siento Elena, una vez que te quería llevar a un lujoso restaurante a cenar y que pasaras un buena velada, y no ha podido ser. Me siento frustrado, no sé por qué ha tenido que pasar esto precisamente hoy, con lo guapa que estás y lo bien que te sienta ese vestido negro ―me dijo ya en la calle y alejándonos del restaurante.
―Carlos, no me importa el lugar, solo que estamos los dos juntos ―le dije para que se olvidara de su frustración. Bajamos la calle, y caminando vimos una bocatería muy acogedora.
―Mira, un bar donde ponen pizzas y bocadillos, ¿qué te parece si pedimos uno, si no te importa, mi querido doctor? ―le pregunté con cariño.
―No, para nada, a mí no me importa, si te apetece eso. Venga, entremos y cenemos un bocadillo, me vas a hacer recordar mi tiempo de estudiante.
Entramos en el local, había muy poca gente, solo comiendo algunas jóvenes parejas. A mí me gustó verlas, pues me hizo recordar mi época de estudiante y, cuando si algún joven que se interesaba por mí, acudíamos a esos tipos de bares.
Pedimos unos bocadillos, mi marido de embutido y yo de atún y lechuga, de beber elegimos cerveza y brindamos con ella como si fuera champaña, nos bebimos la botella como cuando éramos jóvenes. Creo que no encajábamos en aquel sitio tan sencillo, íbamos tan bien vestidos, como si viniéramos de una fiesta, aunque para mí aquella experiencia fue deliciosa, mi marido reía por la situación en la que estábamos pero me sentí por un momento la mujer más importante del mundo, no sentía ni el dolor de mi enfermedad, no quería que nada nublara aquella velada, quería que la noche no terminara nunca, aunque eso no era posible, el reloj seguía con sus tic tac sin detenerse.
En esos momento llegó un hombre de tez morena vendiendo rosas, se acercó a nuestra mesa quizá porque nos vio diferentes a los jóvenes que estaban sentados en otras mesas, lo miré y vi sus profundos y grandes ojos que me miraban con miedo. Mi marido le compró todo el ramo, él se quedó parado sin saber qué decir.
―Vete a casa y no des más vueltas esta noche ―le dijo
Este hombre le dio las gracias como pudo, hablaba muy mal el español, entonces volví a mirarlo y sus ojos cambiaron de expresión, ahora mostraban gratitud, cuando se fue le di las gracias a mi marido.
―Para mí tu eres la más hermosa de todas las flores ―me dijo cogiéndome la mano.
―¡Oye! que me vas a avergonzar, querido, y esta noche no quiero llorar, no quiero que esta magia tan especial desaparezca ―le contesté.
Llevaba mucho tiempo esperando una velada como esa, aunque no era así cómo me la imaginé pero fue la más especial, no quería que acabara.
―Si pudiera parar el tiempo lo haría para ti.
Entre risas pasaron las horas, cuando nos dimos cuenta era muy tarde aunque aún quedaban tres parejas. Nos levantamos de aquellas sillas amarillas, yo cogí mi gran ramo de rosas rojas, sin pensármelo dos veces me acerqué y le di dos rosas a las chicas que estaban en las otras mesas, las cuales me dieron las gracias muy emocionadas por tan inesperado regalo, después salimos de aquel bar, contentos por nuestro primer encuentro después de tanto tiempo de aislamiento y soledad.
En la calle mi marido me cogió de la mano y paseamos largos ratos por las calles, la noche era muy hermosa y nos encontrábamos como si fuéramos una pareja de enamorados que llegaba de su primera cita, como si fuera la primera vez que veíamos las estrellas, aquel cielo estrellado con miles de estrellas que aquella noche brillaban más que nunca, con una luz especial, una luz que me hacía tener un rayo de esperanza. Aquella noche la recordé para siempre y me gustaba contarla una y otra vez a mis compañeras, a las personas que se acercaban a mi asociación buscando ayuda.

María González Pineda

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