EL LOBO GRIS
HERIDO
Lo despertó un
fuerte golpe, abrió los ojos y miró hacia arriba, viendo el zarzal. Todavía no
se había dado cuenta de lo débil que estaba. Se fue soltando hasta caer por su
propio peso. Mucho más delgado, se puso de pie, aunque casi no podía pues las
fuerzas le fallaban.
Tenía mucha
hambre, pero ahora sin fuerzas no podría cazar. Se metió entre los árboles con
paso lento, donde podría encontrar algo de comer para recuperar fuerzas.
Mirando, oliendo, a lo lejos vio a una liebre de las nieves. Se preguntó cómo
haría para cazarla, pues no podía correr: “Con lo rápida que es la liebre y yo
sin fuerzas”. Fue acercándose con sigilo. Sorprendentemente, la liebre, cuando
vio al lobo, exclamó: “¡Gracias a dios! Mi sufrimiento se acaba”. Estaba
herida, ya que un cazador le había disparado unos días antes; tenía el costado
destrozado y no podía mover sus patas. Sin poder caminar, se había quedado a
merced del tiempo, sin esperanza para su vida. Cuando el lobo se acercó a la
liebre, le dijo: “Siento comerte, pero necesito alimento”. La liebre le contestó:
“No te detengas, te doy las gracias y ten cuidado porque por esta zona hay
muchos cazadores que no respetan nada en este bosque”.
El lobo se comió
a la moribunda liebre y de esta manera recuperó sus fuerzas. Ahora debía pensar
dónde estaba su manada y cómo podía pasar la noche. Buscó un lugar entre dos
rocas que formaban una especie de cueva, donde se ocultó para reponerse y
descansar. Por la mañana tenía que correr para alcanzar a la manada, antes de
llegar a las tierras del norte. No sabía bien dónde estaba, pero su instinto lo
guiaría y de esa manera se reuniría con su familia y su amiga loba, con las que
tanto había jugado.
Aquella noche,
mientras el lobo dormía, la Luna iluminaba el cielo. Volvió a visitar al joven
lobo, pero no lo vio en el zarzal. Se puso muy contenta, ya que ahora el lobo
gris era libre y tendría tiempo de verlo en las tierras del norte. La Luna
comenzó a cantar de alegría, una melodía de luz que llevaba el viento. Este
corría y corría, surcando las colinas hasta llegar a las tierras donde estaba
la manada. El jefe lobo escuchó las noticias y se lo comunicó a los demás:
“Nuestro joven amigo ha podido liberarse y pronto llegará con nosotros. Debemos
prepararle una buena bienvenida”. La manada se alegró mucho y caminó más
despacio para que el joven le pudiera dar alcance.
A la mañana
siguiente, el sol aparecía por el horizonte y el lobo ya había recuperado toda
su fuerza. Ahora estaba preparado para emprender la marcha; voló como el viento
entre los árboles, entre los arroyuelos que discurrían por las laderas, y no
paró de correr. Era joven, fuerte, estaba en plenitud de su fortaleza, más que
correr, volaba y, a la noche, por fin, divisó a la manada. Una joven lobezna,
su amiga, salió a su encuentro y le dio la bienvenida de nuevo a su familia:
“Pensé que ya no te volvería a ver”.
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