sábado, 12 de diciembre de 2015

CUENTOS Y RELATOS


Título: Cuentos y relatos
Autor: María González Pineda
Editorial: Autopublicado
Género: Antología: contiene 7 relatos.
Número de páginas: 78.

Precio: Versión kindle Euros 3,15 /Venta en Amazon.
Este es un relato para todos mis seguidores. El veintisiete podre el desenlace de este relato. Dicen todos los que lo ha leído, que es un diamante, que pena no haber sacado una novela más extensa, yo lo escribir y no pensé en nada. Este es Mi regalos. Os deseo Feliz navidad.







                            SUCEDIÓ EN MADRID

Un coche negro circulaba con indecisión por las calles desiertas de Madrid.
Eran las once y media de la noche y casi no había tráfico. ¿Qué está pasando?, se preguntó el joven escritor, que se había perdido. Venía a un congreso de literatura y quería pasar unos días en la capital. No encontraba el hotel, y ahora se arrepentía de no haber comprado el coche con el GPS. Encendió la radio y se enteró de que se jugaba el clásico del fútbol español.
Vio a una mujer caminando muy despacio, con dificultad, apoyándose en las paredes. Se detuvo a su lado. Era una mendiga. Se bajó del coche y le preguntó por el hotel. Ella le contestó con una voz que apenas le salía de la boca: «Está dos calles más abajo, en un cruce con muchos semáforos, debe girar a la izquierda y en esa calle verá el hotel». De inmediato, la mujer se cayó. Él la cogió en sus brazos, pero ella le dijo que estaba bien, que se fuera, que la dejara allí pues era el sitio en el que merecía estar. «Nada de eso, la llevaré a que la vea un médico». Abrió la puerta del coche y la acomodó con cuidado en el asiento delantero. Durante el viaje por las calles desiertas mientras él conducía solo atento a los semáforos, ella le insistió en que la dejara, casi quejándose de lo que parecía ser un secuestro humanitario. Sin embargo, el joven escritor estaba decidido a hacer algo por ella, aún no sabía bien qué, algo se le iba a ocurrir, pero no podía abandonarla en ese estado.
Entró en el hotel con ella en brazos. Cuando el recepcionista los vio acercarse, los detuvo diciendo: «En este hotel no aceptamos a mendigos, señor». El joven lo miró, tomó aire y tras una pausa le dijo, con una autoridad que lo sorprendió a él mismo:
―Primero, buenas noches. Soy Alejandro Rodríguez, tengo hecha una reserva y quiero un médico y a alguien que cuide y asee a esta señora.
Impresionado por el contraste entre la mujer de aspecto descuidado y el porte digno del joven que la sostenía, el recepcionista le pidió que esperara un momento, pues debía consultar a su jefe. Minutos después, un hombre se les acercó y se presentó como el director del hotel:
―Usted comprenderá, señor Rodríguez, que no es la política de este hotel recoger a un mendigo, aunque venga acompañado de un cliente, y permítame, desde luego, darle la bienvenida a Madrid.
El joven escritor contestó:
―Le agradezco, pero esta señora viene conmigo y me haré cargo de todos los gastos, por eso no se preocupe. Necesita ayuda y se la voy a dar, y si usted no acepta estas razones, se va a enterar la prensa, y además pondré una denuncia por negarse a ofrecer asistencia a un necesitado.
Contrariado, el director aceptó de mala gana que el joven subiera con la mujer a su habitación. Poco después entraron dos mujeres que bañaron y asearon a la mendiga, peinaron su enmarañado cabello, la acostaron en la cama y le ofrecieron caldo caliente. Mientras le daba a beber de una cuchara, su intuición de escritor le decía que aquella mujer tenía una historia que contar.
―Yo no merezco estar aquí, solo merezco morir.
―No diga eso, señora.
―¿Me ves acaso tú como una señora, joven?
―Sí, señora, la veo como una señora y quiero que me diga cómo se llama.
―Mi nombre es María.
Tocaron a la puerta. El médico era un hombre de mediana edad, moreno de piel, con una bella sonrisa y una expresión amable. Trató a la mujer con sumo cuidado y le hizo un reconocimiento exhaustivo. Cuando terminó, le hizo un gesto al joven para hablar en el pasillo.
―Vea, siento decirle que usted ha recogido a un cadáver. No creo en los milagros pero no me explico cómo esta mujer sigue viva. Tiene los pulmones en muy malas condiciones. No sé cómo puede respirar, y ya es tarde para recetarle algo. Moverla de aquí sería muy riesgoso, podría morir en cualquier momento. Yo vendré de nuevo mañana por la mañana, y si se ha recuperado un poco podremos ingresarla en un hospital. Pero en verdad, su estado es muy grave.
Alejandro volvió a la habitación, miró a la mujer acostada en la cama. Su rostro reflejaba un secreto sufrimiento. Se sentó junto a ella y le dijo:
―El médico no me ha dado buenas noticias, María, y me siento triste por usted.
―No esté triste, es el destino que se ha de cumplido. Si yo hubiese actuado de otra manera hoy no lo habría conocido, no estaría en esta cama viendo sus bellos ojos y su buen corazón. Morir aquí es un regalo que me da la vida, pues todo ha sido un fracaso, una equivocación tras otra desde que tenía quince años.
―Cuénteme su vida, si usted puede.
―Ay, hijo mío, mi vida es un mar de desgracias.
―Cuénteme, por favor, ¿o le da miedo recordar?
―No, no me da miedo el pasado. Te contaré. Yo tenía quince años cuando por una amiga de mi madre fui a trabajar a una gran casa del viejo Madrid. Sus dueños eran unos señores muy distinguidos.
La mujer contaba su historia pausadamente. Llegó a un punto y se quedó callada. Él la animó a continuar.
―¿Tenían hijos esos señores?
―Nunca hubo chiquillos en aquella casa, la señora no podía.
―¿Y qué hacía usted, cuál era su trabajo?
―Lavaba y planchaba, hacía la limpieza, cocinaba… Pero una noche, una noche que no puedo olvidar, la señora me llamó. Ella y su marido me hablaron de ciencia. Yo, estúpida de mí, no entendí nada, pero no dije que no…
La mujer le apretó la mano. Él se dio cuenta del sufrimiento que el recuerdo le provocaba.
―¿De qué ciencia le hablaron los señores, María?
―No sé cómo, pero en mi vientre comenzó a crecer poco a poco la semilla de aquel gran señor. Tan soltera yo y madre en la vida sin haber hecho nunca el amor…
Alejandro no podía creer lo que estaba escuchando.
―Pero eso está prohibido.
―Prohibido dices… ¿Crees que el dinero se prohíbe, querido niño? Cuando hay dinero de por medio, todo se consigue en esta vida. Bueno, el caso es que en una clínica me examinaron. De vuelta a la casa, la cocinera habló conmigo: «María, ¿qué es lo que vas hacer, hija? Arruinarás tu vida, solo tienes diecisiete años». Matilde, le dije, me darán un dinero que enviaré a mis padres, con todos los que somos les vendrá muy bien. «Pero ¿y tu vida, vas a sacrificar tu vida por tu familia? No puedo creer que hagas eso, María. El niño se lo quedará la señora, lo verás y no podrás decirle “hijo, cuánto te quiero”, y tendrás que irte de esta casa.» No, Matilde, la señora me ha dicho que yo lo cuidaré.
―Entonces ―intervino el joven escritor―, ¿todo siguió adelante?
―Sí ―dijo la mujer con sufrimiento.
―¿Cómo sigue su historia, María?
―Semanas antes de dar a luz me llevaron a una finca de campo que tenían en Salamanca. Allí nació su hijo; digo, mi hijo.
―Y cuando regresó a Madrid, lo hizo con su bebé.
―Sí, regresamos de aquel viaje a las claritas del día, metimos el bebé en el cuarto de la señora donde ya estaba la cunita bien preparada con todos los primores.
―Habrá sido muy duro eso…
―Sí, lo fue, de verdad que lo fue. Le pusieron de nombre David, creo que por un hermano de la señora, o algo así. Los años pasaban, el niño crecía y yo escuchaba detrás de la puerta cómo ella le decía «dale un besito a mamá y luego te vas con María, hijito».
Las lágrimas corrían por el rostro de la mujer recordando ese momento. Alejandro se acercó con un pañuelo.
―Gracias, joven, no se preocupe, estoy bien.
―María, tiene que pensar en volver a trabajar para estar con su hijo, esto le está haciendo mucho daño, piénselo.
―A veces lo veo cada día, lo beso, lo abrazo, algo tengo con él.
―Siga contándome, María.
―Los años fueron pasando y David se hacía mayor y muy guapo. Era moreno, alto, de ojos negros. A veces me pedía que lo ayudara con los estudios, pero yo le contestaba que no sabía nada, que le pidiese eso a su madre. «Pero ella está siempre fuera con sus amigas», María, me contestaba.
―¿Esa señora quería a su hijo o solo era un capricho?
―Supongo que sí lo quería, ¿por qué no lo iba a querer? Pero ella tenía una vida social muy activa.
Se hizo un silencio. La mujer parecía descansar para reunir un poco de fuerza que le permitiera seguir con su relato.
―Él tenía diecisiete años, y yo le doblaba la edad. Un día que yo estaba recogiendo la ropa, él se acercó y quiso besarme en los labios. «María ―me dijo―, para mí no hay otra mujer que tú, te quiero, pero no se lo digas a mamá, por favor.» Imagínese mi confusión. No podía creer que mi propio hijo se hubiera enamorado de mí. Me alejé de él como pude en ese momento, entré en la casa y me vio Matilde. «¿Qué te pasa, María, estás mal?» Le conté. «¿Y qué vas a hacer?» No puedo meterle en mi cama, Matilde, mala madre yo sería. Y no sé, no sé qué debo hacer, le contesté. Pero lo que pasó después fue más terrible.
―¿Qué pasó?
―Dejó una nota en su cuarto y se marchó para siempre.
El llanto ahogaba su garganta, las palabras no le salían. Alejandro llevó sus manos a la cara para ocultarle a María cuánto le afectaba a él también su desdichada historia. Pero se repuso y le alcanzó un vaso de agua. María bebió apenas un sorbo.
―Lo terrible es que lo encontraron muerto días después en la calle. No fui al cementerio a acompañar a los señores. Cogí una maleta, metí en ella toda mi ropa y mis cosas, y me despedí de Matilde. Tenía que irme de esa casa para siempre. Ella intentó convencerme de que me quedara, pero yo necesitaba desaparecer, quería que nadie me encontrara. Le agradecí por quererme y cuidarme, por consolarme, por haber sido una buena amiga. Salí, me encaminé a los barrios bajos de Madrid, repartí mi ropa con los mendigos y me convertí en una de ellos. Quería morir como mi hijo, pero no podía quitarme la vida, no tenía fuerzas ni valor para hacerlo. Algunas veces a quienes quisieron robarme lo que no tenía, les suplicaba que me mataran, que me hicieran ese favor. Se asustaban y se iban dejándome sufriendo ese dolor que nunca acababa, que nunca acaba. Y así hasta hoy. Y eso es todo, querido niño.
El joven escritor percibió de pronto un extraño brillo en esos ojos que ahora lo miraban desde un tiempo distinto. Ella extendió una mano y le acarició la cara.
―David, mi vida, cuánto tiempo llevo esperándote, mi niño, qué guapo estás, gracias por venir, por fin estamos juntos.
Alejandro comprendió. Se acercó. El beso que le acarició la frente la dejó dormida en paz. Le cerró los ojos, le puso sus manos en el pecho y la miró con ternura.
Miró el reloj, eran casi las seis de la mañana. Golpes a la puerta lo despertaron. Era el médico.
―Buenos días.
―Buenos días, doctor.
El médico se acercó a la cama.
―Está muerta ―suspiró Alejandro—. Supongo que ahora descansa por fin de verdad.
―Es que era un milagro que viviera en sus condiciones; el milagro es que haya durado tanto.
―Doctor, pagaré su visita, ha sido usted muy amable por cuidarla y en venir de nuevo a verla.
―Es mi deber, no se preocupe.
El médico cumplimentó todos los trámites necesarios en la recepción. A media mañana se presentaron dos empleados de una funeraria para ocuparse del cuerpo.
Le explicaron a Alejandro que lo mejor sería incinerarlo, él estuvo de acuerdo, y también con oficiar una misa por ella, pero no aceptó hacerse cargo de las cenizas.
Dejó a los dos hombres hacer su trabajo y bajó a la recepción a saldar la cuenta del hotel y pagar también el entierro. En un momento se detuvo a pensar en la locura de haber recogido a una mendiga, aunque no se arrepintió de haberlo hecho. Todo se había ido al traste. Y no encontró ánimo suficiente para acudir a ninguna de las conferencias del congreso de literatura para el que había ido a Madrid. La historia de María persistía en una extraña sensación, un mal sabor y un cansancio perceptible más allá del que afectaba a su cuerpo. No quería quedarse en la ciudad, sino volver esa misma noche a su pueblo. Necesitaba dormir, descansar, quizás olvidar esa experiencia.
En esos momentos los dos empleados bajaban con la caja mortuoria. El hombre bajito le dijo que cogiera un taxi para ir al cementerio. Alejandro asintió. Salió del hotel, se dirigió a la parada de los taxis, pero se detuvo y miró en dirección de una cafetería. Quería tomar café y comer algo antes. Se sentó a una mesa junto a una gran ventana. Tras ella, como en una película, vio gente caminando, el tráfico… Estaba cansado. La noche había sido larga.
De nuevo en la calle, tomó un taxi que poco después lo dejó frente al cementerio. Caminó por un sendero bordeado de hileras de lápidas, bajo árboles frondosos, alejándose del ruido de la ciudad. Frente a la capilla lo esperaba un cura. Alto, delgado y muy amable, le extendió la mano.
―¿Eres tú el que se apiadó de esa desdichada mujer?
―Sí, yo soy.
―Son muy pocas las personas que asisten a los mendigos. Tú eres un hombre bueno a los ojos de Dios, no lo dudes. Poca humanidad queda en estos tiempos y además en un hombre joven como tú, querido amigo. Puedes sentirte orgulloso de ti mismo.
―En verdad no sé por qué lo hice. Si ayer alguien me hubiese dicho que recogería a una mendiga, no lo habría creído.
―Las cosas suceden por algún motivo. Aunque no lo creas, algo tienes que aprender de estas experiencias.
―Puede que tenga usted razón. No soy muy religioso y no he pensado mucho en la Iglesia en estos últimos años.
―El maestro aparece cuando el alumno está preparado. Todo a su tiempo, muchacho. Perdona, creo que ya podemos comenzar la homilía por esta mujer. ¿Vamos?
Entraron en la capilla. Todo estaba dispuesto. El cura habló de aquella desconocida, diciendo:
—No podemos decir cómo eras. No te conocimos. No tienes a nadie. A nadie que te alabe, a nadie que te llore, a nadie que te vele, sin familia, sin amigos, sin hermanos.
»Si piensas que cometiste pecado Dios ya te perdonó. Acaso pensaste que te has portado mal antes los ojos de Dios, pero no es así. Ya sufrirte bastante. Descansa ahora en el regazo de nuestro Señor Jesús, pues Él ya te ha dado su bendición.
Sus palabras resonaban como frases perdidas en los ecos de la desolada capilla. Cuando concluyó la homilía, se llevaron el féretro. El joven y el cura lo acompañaron hasta la puerta. El joven escritor puso una rosa roja en la tapa de la caja, y de esta manera sus caminos se separaron para siempre.
Se despidió del cura, cogió un taxi y se fue al hotel. En su habitación vio que la cama estaba recién hecha. No quedaba rastro de que allí hubiera muerto una mujer.
Se acostó y el sueño le llegó rápidamente. A las nueve de la noche sonó el teléfono. Era la hora en que debía salir del hotel.
Se duchó, recogió todo y salió de la 

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