lunes, 25 de enero de 2016

CUENTOS Y RELATOS

EL LOBO GRIS
HERIDO

En las frías estepas de un lugar olvidado, donde a lo lejos se divisan unas cadenas montañosas nevadas, una manada de lobos grises camina agrupada por esa llanura desoladora, confundiéndose con la nieve.
El lobo alfa es el rey de la manada. El gran lobo de cabellera gris mira al cielo en la noche de su desesperanza; en el horizonte, los últimos rayos de sol forman unas finas nubes de fuego, dando paso a una oscura noche.
Sus patas se hunden en la nieve. La manada va adentrándose en un bosque amigo. Los árboles, como centinelas en el tiempo, le dan la bienvenida. Los lobos se resguardan del viento y cuando la Luna está en lo más alto, en todo su esplendor, los aullidos de los lobos suenan como un lamento en la fría noche, como melodías de otros tiempos.
Por la mañana, la manada ya despierta, está dispuesta para su partida, pero un inconsciente y joven lobo, muy nervioso por descubrir cosas nuevas, se acercó a unas rocas y antes de darse cuenta, cayó a un zarzal quedando aprisionado entre las espinas. Cuanto más se movía, más preso quedaba.
El jefe de la manada dijo: “Eso pasa por no respetar las normas. Vámonos”. La madre del joven lobo replicó, diciendo: “No podemos dejarlo aquí solo”, pero el lobo Alfa no cedió: “No podemos hacer nada por él y no podemos esperar. Debemos seguir hacia delante, pues las tierras del norte nos esperan”.
Los lobos, aullando, se alejaron del aquel lugar, dejando solo al joven lobo, entristecido viendo cómo se alejaban. El joven intentó escapar, pero todos sus esfuerzos fueron inútiles. Allí estaba el temido lobo de las praderas en un zarzal. Las espinas se le clavaban como alfileres y la sangre que de sus patas brotaba, manchó la nieve blanca de un rojo intenso.
Aquella noche, la Luna lo iluminó con su suave luz, que lo bañó de amor. Veía, allí abajo, entre las piedras y zarzas, a un lobo herido y le hizo compañía. La Luna lloraba, sentía el dolor de sus heridas y le cantó una suave melodía.
Llegó el día siguiente, el lobo seguía apresado. El dolor era intenso y no se podía mover. Su curiosidad le había llevado hasta las piedras de un pequeño montículo, cayendo a aquel lugar de zarza y espina. Apresado, lloraba de rabia, lamentándose continuamente de su mala suerte. Cuando los rayos de sol se perdieron en el horizonte, llegó la oscuridad. La soledad era muy dura; nadie le hacía compañía. La Luna salió rápidamente de detrás de las montañas. Ella lo acompañaba y lloraba su agonía; él la observaba, viendo cómo la Luna, su amada, su amiga, sollozaba.
Aquella noche le cantó una nana y el lobo se fue quedando dormido. Le fallaron las fuerzas, pues la falta de comida le estaba debilitando. El lobo soñó y, en su ilusión, volaba como un águila real, surcando el cielo. Mientras soñaba se encontró con un pájaro que le preguntó quién era; tenía que ser una fantasía porque un lobo volar no podía.
El lobo, sonriendo, fue a posarse entre margaritas y una mariposa, que le veía como una extraña criatura con ojos que parecían el día, le preguntó que de dónde venía. Él la mandó callar pues no era más que una pequeña mariposilla, a lo que ella exclamó: “¡Sí, pero soy bella como la flores que pisas!”. El lobo se disculpó, apartándose de las florecillas: “¡Oh, Perdón! Soy un lobo volador con gran maestría, el rey de la colina, donde puedo hablar con la Luna. Ella me ha dado el poder de volar cada día, puedo ver las águilas en el cielo, puedo ir con ellas”. La mariposa no se lo creía: “Anda, vete de aquí con esa fantasía”. El lobo quiso volar pero no podía.
Lo despertó un fuerte golpe, abrió los ojos y miró hacia arriba, viendo el zarzal. Todavía no se había dado cuenta de lo débil que estaba. Se fue soltando hasta caer por su propio peso. Mucho más delgado, se puso de pie, aunque casi no podía pues las fuerzas le fallaban.
Tenía mucha hambre, pero ahora sin fuerzas no podría cazar. Se metió entre los árboles con paso lento, donde podría encontrar algo de comer para recuperar fuerzas. Mirando, oliendo, a lo lejos vio a una liebre de las nieves. Se preguntó cómo haría para cazarla, pues no podía correr: “Con lo rápida que es la liebre y yo sin fuerzas”. Fue acercándose con sigilo. Sorprendentemente, la liebre, cuando vio al lobo, exclamó: “¡Gracias a dios! Mi sufrimiento se acaba”. Estaba herida, ya que un cazador le había disparado unos días antes; tenía el 

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