martes, 5 de enero de 2016

EL ÁRBOL DE LAS MARIPOSA



EL ÁRBOL DE LAS MARIPOSAS

En las afueras de una aldea había en un prado una casona vieja y abandonada desde hacía muchos años. Tan grande eran las ruinas que parecía un fantasma de sí misma, tenía el tejado roto y por él, la nieve la invadía en invierno y la brisa caliente en el verano. Entre las malezas y arbustos silvestres del jardín se erguía un árbol que nunca daba frutos ni tenía hojas. De sus secas ramas lloraba la nieve y se mezclaba con sus lágrimas por verse tan desnudo.
Todos los días de primavera desde hacía tantos años el campo se vestía de colorida belleza, se alfombraba con orgullosas flores de tiernos aromas y desde el amanecer hasta el ocaso, una nube de mariposas anaranjadas visitaba al árbol desnudo bailando a su alrededor, de arriba abajo, como si quisieran protegerlo o señalar su existencia en el prado. Por las noches, una vez retiradas las mariposas, se le acercaba una figura misteriosa, como envuelta en un pálido reflejo de Luna. Ninguno de los aldeanos sabía quién era ni a qué recuerdos evocaba. Pero quien mirara con los ojos del alma reconocía a una mujer vestida de blanco que besaba al árbol y le cantaba una melodía tan triste que lo hacía llorar. Esto ocurría todos los años, desde el primer día hasta el último de cada primavera.
Otro año se acercaba. En los almendros las flores se asomaron con timidez en las ramas y luego, poco a poco, otras plantas se unieron al anuncio de una nueva primavera con un silencioso estallido de vida. Las mariposas anaranjadas volvieron a bailar en un remolino de colores alrededor del árbol desnudo, pero esta vez las acompañaban otras muchas de variados colores.
Pero un día, de pronto, con los últimos rayos de sol, las mariposas detuvieron su danza de remolino alrededor del árbol y se posaron sobre sus ramas. Un campesino que pasaba por allí se quedó maravillado al verlo cubierto de palpitantes alas multicolores. Fue un segundo que duró más que un suspiro, hasta que las mariposas volvieron a danzar. Asombrado, el campesino siguió su camino polvoriento sin darle mayor importancia.
Esa misma noche apareció la dama. Su aura de reflejo de luna, ya no era pálida sino que brillaba ahora con viva intensidad. Se acercó al árbol. Lo besó. Y mientras le cantaba su triste melodía, los aldeanos decían que la brisa nocturna de primavera era un arrullo de sueño reparador.
Un día llegó una anciana a vivir en la vieja casona. Nadie sabía de dónde venía ni quién era ni le importaba. La gente no quería saber nada del prado, de la vieja casona y del desnudo árbol.
La anciana hizo algo extraño: esa misma tarde colgó de las ramas muchos lazos de colores que ondearon al viento.
Esa noche, la joven de blanco abrazó al árbol rodeado de lazos de colores, lo besó, y cantó. Pero ahora su melodía festejaba la esperanza.
El hechizo con el que hace muchos años una mujer maldijo a una pareja, ella la convirtió en el espectro de una mujer de blanco, al joven en un árbol seco y desnudo, se estaba rompiendo. La anciana vio la escena desde la casa y las lágrimas surcaron sus arrugadas mejillas, por fin había encontrado la manera de romper el hechizo.
Hasta entonces, él siguió siendo un árbol solitario y ella solo podía visitarlo por las noches, entre el fin del otoño y el principio del verano. El resto del año desaparecía invisible para el mundo. Sus familias debieron abandonar esas tierras para regresar solo si se rompía el hechizo del que ambos jóvenes eran prisioneros. Por fin la anciana poseía ese poder. Y se disponía a usarlo.
Aquella noche la Luna brillaba más que nunca. La anciana se acercó muy despacio. Esparció polvo dorado sobre la joven abrazada al árbol. Después rodeó el tronco y a la joven abrazada a él con una venda ancha y blanca mientras susurraba una oración. Ambos quedaron envueltos mientras la anciana caminaba rezando alrededor de ellos. Al dar las doce en el campanario del pueblo, las estrellas y la Luna se apagaron y el árbol, la joven, la anciana y la casa desapareció. Largos segundos después, como si la luz del mundo abriera un ojo luminoso, donde recién habían estado la joven y el árbol, había ahora una pareja desnuda y abrazada. La anciana los cubrió con una manta para que no cogieran frío y los ayudó a ponerse de pie para llegar a la casa. Les dio ropa y les hizo beber una pócima para borrar los últimos dolores del hechizo. Por entre los huecos del roto tejado entraba la luz de la Luna llena. En la chimenea, los troncos encendidos hacían estallar diminutas y restallantes estrellas de fuego. Todo volvía a la normalidad. La joven preguntó:

―Cuánto habéis tardado en venir. ¿Eres de mi familia?

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