miércoles, 13 de enero de 2016

LA PIEDRA
DE LA FELICIDAD

Había una vez un hombre que lloraba amargamente porque había perdido su piedra de la felicidad. Tanto lloraba y lamentaba su pérdida, que la gente empezó a decir que estaba loco. Y tanto lo dijo y lo repitió que la gente lo propagó de pueblo en pueblo y se hizo leyenda.
Un viejo sabio y estudioso sintió tanta curiosidad que decidió visitar a aquel hombre, pues quería conocer la historia de sus propios labios y que le contara su secreto. Todo el mundo hablaba de la piedra pero nadie sabía qué clase de magia poseía.
A pesar de no saber dónde encontrarlo, se puso en camino. Fue un viaje largo, muy largo. Escaló montañas, atravesó valles y llanuras, cruzó ríos, pantanos y lagos, surcó desiertos y mares, preguntó a viajeros, aldeanos, santos y locos, genios, labradores y ladrones, pero nadie supo decirle dónde buscarlo. El mismo sabio en ocasiones no supo dónde se encontraba.
Viajó andando, en buques y veleros, en camellos y elefantes, en camiones, barcos, aviones y globos, hasta que por fin, exhausto y a punto de rendirse, una tarde, al borde de un acantilado que se alzaba frente a un mar infinito, vio al hombre que lloraba sentado sobre una roca. Tiraba piedras a un remanso que dejaba la marea, las piedras se hundían y las ondas que formaban desaparecían luego devoradas por las olas.
El viejo sabio, agotado por el esfuerzo de viajar tanto tiempo pero satisfecho por haberlo encontrado, se sentó a su lado y al final de un largo silencio le dijo:
―Buen hombre, me han contado de ti y he venido desde muy lejos para preguntarte si es cierto que tuviste una piedra que daba la felicidad.
El hombre no le respondió pero el viejo se dio cuenta de que estaba pensando y sintiendo llegar la pregunta a su interior. El viejo sabio, incómodo por ese silencio, le preguntó:
―¿Cuál era la felicidad que te daba tu piedra?
Esta vez el hombre se dio vuelta para mirarlo. La respuesta pareció hablar también en sus ojos inundados de lágrimas.
―Te conozco, sé quién eres. Tu larga fama me ha alcanzado. Escucha, hombre sabio. La piedra que dices se volvía una bailarina cuando la luz de la Luna la acariciaba. Su danza daba placer a mi cansancio y de mis angustias y dolores creaba consuelo y alivio. Pero la perdí. Por eso lloro.
El viejo, que se consideraba a sí mismo un sabio y creía entender las penas de la gente, aunque deseaba comprender a aquel hombre y descifrar su misterio, no encontraba respuesta, pues ¿cómo podía convertirse una piedra en bailarina? Mientras el hombre seguía tirando piedras al mar, el viejo, con ánimo de ayudarlo, le dijo:
―No estés triste. Piensa en cada piedra que arrojas al mar, mírala con amor y en cada una verás una bailarina.
Entonces el hombre contestó:
―Pobre iluso, ¿cómo puedes creer qué de una piedra se haga una bailarina?
El viejo sabio se sorprendió. Si el hombre le había dicho que una piedra se había convertido en una bailarina, lo mismo sucedería con cualquier otra, pensó con lógica. Pero bajo la simple verdad de esas palabras, el viejo intuyó una profundidad desconocida. Se sintió perdido.
El hombre siguió diciendo:
―No puedes ayudarme ni darme lo que necesito, nadie puede. Has viajado mucho para descifrar un secreto que es el de todos los hombres. No los has descubierto porque jamás has vivido la felicidad. Buscaste la sabiduría pero no encontraste el amor. ¿Acaso te espera una bailarina que baile para ti en las noches de Luna?
En ese instante, el viejo sintió la inutilidad de su vida; ahora él era un alumno, un alumno que debía descubrir lo que yace atrapado entre la incredulidad de la fantasía y la lógica de la razón. Conmovido por la serena sinceridad de ese hombre, el viejo permaneció callado, pensando, dudando.
El hombre volvió a hablar:
―Nadie puede devolverme mi piedra. Es fácil engañar al dolor y al sufrimiento. No puedes ayudarme porque esa piedra que bailaba como un ángel de todos los cielos era mi mujer. Ella me hizo el hombre más feliz del infinito. Me quedé sin fuerza cuando la perdí. ¿Dónde está tu sabiduría? ¿Qué puedes enseñarles a mis lágrimas de amor y de dolor?
Recogió una piedra, miró hacia el horizonte donde el cielo y el mar se unían y suspiró:
―La felicidad bailaba para mí todas las noches con luz de Luna ―y la arrojó más lejos que las demás.
El viejo se puso de pie para marcharse, pero antes el hombre le dijo:
―Los tontos no son tan sabios y los solitarios no son tan locos; la verdad se tiñe a veces de mentira y la mentira brilla como la verdad.
El viejo alzó su mano en señal de despedida. Ahora él también lloraba.
―Adiós.
Se fue con el alma atravesada por una lección que aún no comprendía. Reflexionando sobre la verdad y la mentira, la razón y el espíritu, una suave luz de Luna lo iluminó a medianoche. Ya no le pesaban las piedras en sus bolsillos.






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